El Índice Bursátil Dow Jones es por hoy, el más importante referente del movimiento bursátil de Wall Street. Creado en 1882, pasó de tener 12 compañías a 30 empresas, las más importantes del mundo, por su tamaño, sus niveles de liquidez, su capacidad de producción y, sobre todo, por su rentabilidad.
Hoy, ninguna de las empresas fundadoras del Índice, salvo Procter and Gamble, están vivas. La mayor parte de ellas, han sido absorbidas por fusiones, han quebrado, han salido del mercado porque sus estados financieros no fueron consistentes con el tiempo. Desde 1955, han entrado y salido varias compañías, igual que variantes del Covid-19 (si se me permite el chascarrillo).
La globalización y la revolución tecnológica en los últimos veinte años han significado el mayor salto en los componentes del índice. De puras empresas industriales internacionales, ahora prácticamente hay empresas globales en el rubro de computación, software y tecnología.
Este movimiento no ha sido nada sencillo para la clase trabajadora de Estados Unidos. Desde la década de los 80´s, con el surgimiento de Japón, los tigres asiáticos y hasta de China, muchas de esas fusiones y desapariciones han obligado a que un trabajador americano en promedio, haya cambiado de empresa hasta seis veces en su vida laboral promedio, con obvios efectos en ingreso, prestaciones y, sobre todo, movilidad social.
Esto contrasta con lo que sucedía por allá en la década de 1950, en donde prácticamente ningún trabajador cambiaba de empresa y duraba hasta 40 años en la misma. ¿Qué decir de las empresas internacionales con sede en países como América Latina, que han tenido que padecer esos efectos de manera similar?
Si lo ponemos en retrospectiva, cada trabajador latinoamericano estará cambiando de empleo similar número de veces en su vida profesional. Además, las habilidades tienden a modificarse con el tiempo, pues de manejar Excel, pasamos al uso de CRM´s, de ERP´s, de marketing digital, de un montón de lenguajes de programación que hasta el menos interesado en ellas tiene que saber si es que quiere vender algún producto o interactuar con clientes.
La vida pues, se ha hecho más compleja en el mundo laboral. Eso, sin contar con la llegada del Home Office, que parecía una solución a los problemas habituales de los corporativos. Hoy, hay software con GPS para monitorear el trabajo del empleado, los directivos tienen que organizar sesiones larguísimas de Zoom o Microsoft Groups para sustituir las reuniones en persona. La mensajería instantánea doblegó las formas tradicionales de comunicarse y tenemos jefes que todo el día están exigiendo respuestas inmediatas en el celular de sus subordinados.
¿Cómo sobrevivir ante este caos? En el argot cotidiano hemos escuchado cientos y miles de veces las palabras “adaptación, resiliencia, evolución”. O más aún, la de ser emprendedor. Una palabra que ha sido terriblemente desvirtuada a lo largo del tiempo. Todo mundo quiere ser emprendedor, sobre todo en América Latina, porque se confunde la palabra con un fin, no con un método.
Ser millonario parece ser ese fin con el que pretende iniciar negocios sin entendimiento del arte empresarial.
Otra vez todo mundo le apuesta a la especulación, por ejemplo, de comprar criptomonedas o ganar sutiles ganancias en el mercado Forex, ni qué decir de los fraudes piramidales que están al día en todos nuestros países. O de las empresas que piden una inversión para invertir en cannabis y criptos (la mayoría, pirámides).
El perder la palabra emprendimiento como proceso nos sustrae de sus bondades para comprender los enormes alcances que hay en la formación de pensamiento complejo. Un empresario nunca deja de ser un emprendedor, porque entre otras cosas siempre está buscando qué hacer, cómo innovar, qué tipo de estrategia debe usar para competir, bajar costos, vender más o mejor.
Emprender es tener una mente que no se cansa de almacenar información, pero, sobre todo, de cuestionar al mundo, de aprender cosas nuevas, vaya, de ser una mente siempre curiosa, creadora, desafiante.
La mejor definición para entenderlo mejor es la del Profesor de la Universidad de Harvard, Howard Stevenson, que textualmente dice:
“El emprendimiento es la búsqueda de oportunidades independientemente de los recursos controlados inicialmente”.
Esta definición me atrapa, porque entre otras cosas, es una revelación de ese proceso. Es decir, buscar oportunidades aun cuando no se tienen los recursos o cuando son escasos. Eso aplica, sobre todo, a las certezas. Se pueden hacer cosas con poca información o con nada de ella, por ejemplo. Algo que mi querido Tony Stark decía en Ironman I: a veces hay que volar antes que caminar.
Pensemos un momento en ello: Cristóbal Colón sabía que la tierra era redonda. Pero no tenía la menor idea del tamaño de la circunferencia y, además, tuvo que enfrentar limitaciones materiales, como el tamaño de sus barcos, que no era el adecuado para viajes de larga duración además de que no tenía suficientes provisiones.
Si Colón hubiese esperado a tener toda la información disponible, jamás hubiera decidido hacer el viaje.
Emprender es por sí mismo, un fin y un proceso. Una dialéctica del ser, en donde pensar y actuar se fusionan. Es, aprender haciendo. Es definir hablando. Es encontrar el camino, caminando.
Quien ya sabía esto, fue quizá, Ignacio de Loyola. (Esta frase sobre el camino, por cierto, la pronuncia Jonathan Pryce, quien personifica al Papa Francisco en la película Los Dos Papas).
Ignacio de Loyola es un personaje fascinante. Más allá de su papel en la Iglesia Católica, es un hombre de letras que logra autoeducarse mediante la lectura. Siendo un soldado de bajo rango y obligado a sufrir una herida de batalla, se concentra en la lectura como manera de administrar su ansiedad. Son tantas las dudas que contiene su mente, que se lanza a buscar respuestas a las preguntas más importantes de la existencia. Medita en una cueva, aislado del mundo y después de muchas cosas, y sobre todo, de estudiar en la Universidad de Paris (ya adulto, lo cual es admirable y muestra que siempre tenemos que estudiar algo), desarrolla un proceso de discernimiento.
Uno, que es totalmente aplicable a la vida de un emprendedor. Me permito adaptarlo con licencia poética al tema:
Aprende en el camino. Si no sabes qué emprender, inicia algo. Observa al mundo, mira cómo funciona, encuentra un fallo, un error. Intenta resolverlo.
Experimenta. Pon atención a las experiencias previas y presentes. Desarrolla prototipos. Pruébalos.
Reflexiona. ¿Qué falló, qué se necesita, qué se debe de hacer mejor, cómo va a usar el cliente la solución?
Redacta un Plan (Un Plan de Negocios, no para seguir, sino para saber qué hacer si algo no funciona).
Toma acción. Para Ignacio de Loyola, pensamiento sin decisión no tiene sentido. Corrige, de nuevo, si algo ha fallado.
Repite.
Ignacio de Loyola, además, es un hombre del Barroco. Lo mismo escribe como poeta, imagina mundos imposibles como artista y ejecuta como soldado. Su método es una fusión de estas cualidades. No deja nada al vacío. Es firme, pero, además, sutil.
Algo que le ha fallado a nuestra época es esa decisión de empujar causas, más allá de fortunas. Ignacio es elocuente en sus ideas. No se busca primero la riqueza, se mejora como hombre, como mujer, para lograrla.
La incertidumbre que vivimos no acaba, pero hay maneras de enfrentarla. Sobre todo, si es que apelamos al autoconocimiento, desde la reflexión y desde la búsqueda sencilla y humilde de respuestas.
Y es ese el problema del emprendedor latino. Que asume que no requiere nada sino un celular, que no son necesarias las matemáticas para hacer una empresa.
Vaya, que solo se requiere una habilidad, cuando, por el contrario, se necesitan muchas. Y esto no solo aplica a quienes quieren hacer empresa, sino también, a quienes trabajan para una.
Las empresas, ya lo vimos con el ejemplo del Dow Jones, pueden morir. La innovación exclusiva del área comercial o dirección. Es una oportunidad para que cada uno de quienes colaboran en la empresa colaboren, propongan, promuevan, muevan al negocio hacia alturas importantes.
El método ignaciano es un ancla de conocimiento en momentos como los que vivimos. Sobre todo, en los que hay más ruido que ideas. En los que todo mundo parece tener una opinión, en vez de conocimiento. Ignacio de Loyola nos dice que jamás podremos huir de la incertidumbre y de las tinieblas de no ver el mañana, pero que hay en el proceso de avance, una manera de salir avantes. Apliquemos su método a lo que viene, a un 2022 que, de antemano, es igual de complejo que la vida misma.
SIGUE A ÓSCAR RIVAS EN:
Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania.