Escribir, ¿para qué?

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Cuando me decidí a ejercer disciplinadamente el acto de escribir una columna semanal, me pregunté acerca del sentido de hacerlo. Poca gente lee y día con día, menos gente quiere hacerlo. El mundo de la información está lleno de dato inútil. Y las plataformas digitales cada día son más divertidas, con lo que el ocio es no solo más accesible, sino también más placentero.

Nadie lee pues, porque es a veces aburrido. O porque hay mucho por hacer en el trabajo, o porque la chamba se acumula todos los días. Se escribe para pocos, y a veces para nadie. Sin embargo, aun con todo eso, la escritura debe recuperarse como un acto de rebeldía: se escribe porque se atestigua el paso del tiempo, la narración de los acontecimientos. Y, sobre todo, porque escribir es describir el porqué de las cosas.

También vino a mi mente la increíble necesidad de conversación colectiva de valor, que nos ayude a entender a los días explosivos, a los hechos que provocan incertidumbre. Nadie explica a esos acontecimientos con claridad y quienes lo llegan a hacer, lo cubren con sombras conceptuales, con sesgos políticos, con nublados ideológicos.

Me di cuenta de la pobreza intelectual de la conversación pública. Gente que escribe sobre el famoso radiopasillo, diciendo lo que alguien quiere que se diga: si fulanito de tal va a ser Secretario, Director, Ministro, Delegado, Subsecretario, Diputado, etcétera. Por ejemplo, todo mundo está hablando de quiénes serán los designados por el nuevo Gobernador, pero pocos hablan de una agenda de temas relevantes que nos ayude a recuperar empleo, empresas, a combatir la pobreza, a entender qué carajos haremos después del Covid-19.

Es decir, entendí que hay fascinación por la intriga, no por la construcción de ideas. Hay hambre y sed de mitotes, urgencia de circunstancias, deseo de espejismos, anhelos de confabulaciones. Miramos a la conversación pública como una sombra del poder, no como un mecanismo para domarlo y dominarlo. Se perdió hace muchos años la intención de crear y, por el contrario, escribir se convirtió en el ardid de legitimar a cuanta decisión arbitraria viniera desde el poder.

Por eso hay y abundan articulistas que dan lecturas de acontecimientos, a los que les motiva hablar de si alguna persona dijo alguna palabra que enalteciera o denostara a un aprontado. Por eso las columnas que se comparten son las que dicen quién está en el ánimo del poderoso y quién ya no está o estuvo. Queremos leer mitotes porque creemos que nos ayudan a operar para nosotros mismos o para nuestro grupo político. Y peor aún, porque para ciertas personas lo único valioso que pueden aportar es eso: decir quién sí y quién no ocupará un cargo, será relevado, será premiado, será ascendido o será despedido.

Hay que darle una vuelta eso. Tuve la pretensión de canalizar las voces de mi generación: esa que no sabe qué pedo, esa que no tiene empleos bien pagados, aunque tenga posgrados. Esa generación que transita de un mundo documental a uno digital. Esta generación que no sabe qué hacer para construir un bienestar económico, porque le enseñaron a estudiar y luego a trabajar 30 años en una empresa y al final, solo cotizar para una casa de 4 por 4. Sí, esa generación que está cuestionando valores sociales y que recibe adjetivos solo porque plantea preguntas incómodas, cosas que de las nadie quiere hablar.

La escritura es una manera de romper con la hegemonía cultural de una época y en particular, es también una revelación de caminos intransitados. Ir más allá del espacio presente e imaginar mundos posibles. Quienes hacen crónica también deben entender que hay en la narración de los hechos de un momento en la historia, una oportunidad para dibujar el por qué las cosas son como son, pero, sobre todo, el cómo pueden ser mejores.

Sinaloa y el país necesitan a una generación nueva de pensadores. Y, además, que los que ya están considerados como tales, comiencen a pensar de otra forma y en otras cosas. ¿De qué nos sirve saber quiénes serán los próximos Secretarios, si ni siquiera hemos discutido suficientemente el efecto del cambio climático en la agricultura, o la urgencia de desarrollar obras de infraestructura sustentable en un estado en el que cada día se repiten sequías durísimas?

¿De qué nos sirve hablar de innovación en la estructura pública, si nadie ha resuelto el tema del Servicio Civil de Carrera en el gobierno local? ¿Cuándo podremos generar políticas públicas de alto efecto si ni siquiera tenemos un modelo econométrico propio para calcular el PIB de los municipios más pobres?

Es más, ¿tenemos la capacidad de movernos como estado o municipio hacia una interacción geopolítica totalmente diferente a la de los últimos 30 años? ¿Estamos listos para cambiar modelos de pensamiento educativo cuando no hemos podido resolver la brecha social entre la ciudad y el campo? ¿Qué política de vivienda estableceremos en el futuro, si cada día los créditos hipotecarios parecen más lejanos para la clase trabajadora? ¿Qué haremos con el sistema de pensiones que es una carga fiscal que va a explotar en las manos de algún gobierno?

El problema del populismo es que evita a toda costa generar pensamiento abstracto para entender los asuntos sociales. No solo simplifica mal, sino que anula cualquier posibilidad de generar pensamiento crítico.

Para el populismo, todo se resuelve ajustando una de muchas variables: si combatimos la corrupción, automáticamente se generan empleos. Si juzgamos a los malos gobernantes, inmediatamente veremos que la canasta básica es alcanzable para todos.

Pero tampoco la democracia liberal pudo evitar ese agujero de falacias. La intelectualidad mexicana nos decía una y otra vez que todo se iba a resolver cuando hubiera elecciones libres, cuando hubiera alternancia, cuando hubiera muchos contrapesos. Vivimos la parálisis porque la clase política comenzó no a construir acuerdos y discusiones sobre el futuro.

Ninguno de los dos paradigmas de pensamiento político ha sido capaz de contestar las preguntas duras, las que exigen no discusiones de muchos, sino ideas de todos. Tampoco en los gobiernos locales la sociedad civil ha querido irrumpir para tomar el control de la discusión pública.

Hago votos porque los próximos gobiernos entiendan el valor de darle valor a la narrativa política. Porque si vamos a tener émulos del monólogo actual que viene de Palacio Nacional, estaremos perdiendo tiempo valioso para responder a los temas que ya he planteado.

Me preocupa igualmente que la generación que está por asumir los espacios de poder político, ya sea en partidos o en instituciones, haya sido seducida por formas y personalidades que dejaron de cuestionar y de pensar.

Me parece condenable que mi generación haya caído en la trampa histriónica de entregar despensas, pero no entregar soluciones. Y es triste que aún después de la derrota política en las pasadas elecciones, no nos quede claro que hacer Tik Tok, activaciones o rifas en redes sociales, no es ni siquiera relevante para una sociedad agobiada con problemas que tiene mejores distractores y de más calidad.

Insisto. Escribir, ¿para qué? Bueno, para darle valor a la duda. Para entender que todos los seres humanos podemos pensar y aportar a un mundo que requiere, eso, preguntas.

Escribir es pues, una construcción de esperanzas. Y lo mejor es que todos podemos hacerlo. Escribir tiene que ser un mensaje que trascienda a nuestra propia incertidumbre y le diga las próximas generaciones que al menos dejamos de pensar en la intriga entre nosotros mismos y nos convertimos en arquitectos de un porvenir mejor.

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Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania. 

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