La importancia de la memoria

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En 2015 fui invitado a participar en un evento de liderazgo emprendedor en Londres. La reunión se desarrolló en el Castillo de Ashridge, a una hora de la ciudad. El Castillo es una maravilla arquitectónica que data de 1823. Por ahí paseaba la reina Victoria, con su corte de intelectuales, empresarios y artistas, con la flema tan particular de una Inglaterra que se asumía el corazón del mundo y el Imperio más grande de la historia.

El evento duró una semana y decidí que valía la pena hospedarme en la ciudad una semana más. Así que usé todos mis ahorros para pagar una estancia en uno de esos pequeños hoteles que tienen el espacio mínimo para una cama y un baño lo suficientemente incómodo como para sentir que realmente se está en Europa.

No me arrepiento. El viaje me permitió caminar por las calles más emblemáticas de la ciudad que en donde Shakespeare escribió sus obras, James Joyce buscaba el tiempo perdido y en donde Sherlock Holmes juagaba ajedrez contra Moriarty. Londres es una ciudad que te cuenta una historia en cada calle, en cada esquina, en cada banqueta. Hay que leer esas huellas para comprender la magnitud de su memoria, el impacto que el pasado tiene en el presente y la manera en que vive lo cotidiano.

Eso me hace preguntarme, ¿por qué en muchas ciudades de América Latina hemos perdido esa fascinación por nuestra propia identidad?  En México, por ejemplo, salvo algunas ciudades del centro del país, no hay una política pública que construya y mantenga la historia y el pasado de las zonas urbanas. Es lo que menos interesa a los tomadores de decisiones públicas. 

La memoria histórica de nuestras ciudades está en la cola de la multitud de temas que tenemos que resolver, pero es, indudablemente, una apuesta al futuro, a mejorar el atractivo turístico de cada una de ellas, y, sobre todo, es la oportunidad de construir una narrativa que organice a las voces discordantes en torno a la idea de comunidad.

En Culiacán, por ejemplo, poco o nada hemos hecho para contarle a los visitantes de otras latitudes nuestra enorme herencia histórica. No hay una política cultural que difunda el pasado de la ciudad, que hable de cómo hemos evolucionado de una capital pequeña en el norte de México, a ser uno de los Valles Agrícolas más prósperos del país. 

La cultura es un acto de resistencia crucial para países en conflicto. Si perdemos la oportunidad de contar nuestra historia, estaremos dando permiso a la narcocultura de que gane terreno en las conciencias y con ello, organice a la ciudad en torno a sus intereses y no a los de la comunidad.

El Centro de la ciudad ha cedido a esos descuidos. Los edificios históricos que quedan son pocos y corren el riesgo de convertirse en estacionamientos o en plazas comerciales. No hay un corredor cultural que conecte pasado y presente. No hay manera de saber que en los muros del Santuario de Culiacán se libró una de las mayores batallas de la revolución mexicana en el norte del país.

El Archivo Histórico es una de esas instituciones que han caído en el olvido. A pesar del trabajo de cronistas e historiadores, Culiacán se enfrenta gradualmente y cada vez con mayor velocidad, a tener una generación que ignora la labor de Luis F. Molina, a entender el rol que tuvo Inés Arredondo en la literatura mexicana del siglo pasado. No sabemos de los petroglifos que están en algunas comunidades a escasos 15 minutos de la ciudad. Apenas nos interesa conocer la de historias que hay detrás en la construcción de nuestra Catedral. Es triste que, siendo una ciudad de un millón de habitantes, apenas tengamos una biblioteca y un par de museos. 

Ninguna de las administraciones de la ciudad de Culiacán le ha apostado a la cultura, a recoger la identidad y la tradición. El nivel de pensamiento político es tan pequeño que la única cosa que se presume es la pavimentación de calles. Ninguna ciudad de primer mundo tiene el defecto que sufrimos los mexicanos: el horroroso festival de egos desorbitados de políticos que inauguran calles, cuando ya es un tema que debería estar superado por la realidad.

Perdiendo a nuestro pasado, perdemos la identidad y la posibilidad de mejorar la imagen internacional de la ciudad. Pero, sobre todo, perdemos la oportunidad de impulsar a nuestra economía, de mejorar la calidad de vida de las personas y de que la ciudad detone un motor de generación de empleo y de industrias.

La cultura, además, dota a las ciudades de algo que el deporte por sí mismo no puede dar y es la posibilidad de vender una serie de valores que son invaluables en el tiempo.

Londres es una ciudad que indudablemente lo entendió. Desde hace tres décadas, la ciudad tiene un plan de apoyo a las artes y a la cultura, que trasciende cualquier cambio en el poder político. Es decir, que no solo tratan de ser un destino turístico más, sino que procuran mantener un nivel de competitividad en el rubro, exaltando una imagen muy estudiada de sí misma. 

Como la exprimera ministra Margaret Hodge dijo en 2008: 

“Nuestra historia nos dice que una economía de las artes sólida y mixta funciona. Tenemos muchas instituciones culturales de primera fila, pero esta infraestructura ha sido el resultado en muchos casos de una mezcla creativa de filantropía victoriana y, más adelante, de subsidios públicos estratégicos procedentes bien de los contribuyentes o bien de ingresos de la lotería”.

Para la exprimera ministra, la Cultura tiene que ser una prioridad pública. No se trata de que los turistas visiten la bellísima Abadía de Westminster, sino de que alrededor de ella se construya una industria más compleja, que va más allá de la venta de souvenirs, sino que implica la oportunidad de generar más empresas creativas. Londres se ha convertido en un Hub de artistas, en una ciudad en donde escritores, pintores y escultores se sienten cómodos por el enorme nivel de apreciación a las artes.

Lo anterior permite detonar por efecto derrame a las otras industrias. Londres no solo se hizo de una identidad promoviendo a sus escritores, sino que también abrió una enorme cantidad de bares y cuenta con una de las industrias de cerveza artesanal más competitiva del mundo. Con ello, el nivel de inversión que recibió y a pesar de ser una de las ciudades más caras del globo, sobrepasó a ciudades como Paris, Madrid o Escocia antes de la Pandemia. 

Hay consistencia entre la política cultural y la de desarrollo económico, pero, sobre todo, hay una conexión importante con el progreso. Una ciudad que se sabe importante siempre tratará de serlo, lo que provoca que el nivel de las decisiones públicas aumente. Una ciudad que pierde su pasado se convierte en un ente que no prospera, sino que está al vaivén de los acontecimientos. Tenemos que rescatar la memoria histórica de la ciudad y poner a la cultura por delante. Solo así podremos construir progreso y desarrollo económico. 

Óscar Rivas es Economista, con maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.

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