La libertad, la paz y la guerra

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La guerra es el peor de los males. Nadie quiere estar en una. Nadie quiere perder a su familia, a su pareja, a sus hijos, en un conflicto bélico. Si algo es la guerra, es la síntesis de lo peor del ser humano y su lado tribal, violento, sádico.

Pero la guerra es también parte de nuestro proceso evolutivo. Personalmente, disiento de aquellos que asumen que es un problema netamente masculino. El conflicto obedece a una característica genética del homo sapiens. Hay innumerables estudios antropológicos que hablan de que este rasgo permitió a nuestra especie vencer a otros homínidos contra los que competía para dominar la selva o la sabana africana.

Mas aún, el mismo Yuval Noah Harari lo entiende con singular maestría. La violencia entre especies pasó a ser guerra cuando hubo justificaciones morales a la misma. La narrativa que cada pueblo hizo de sí mismo, se tradujo en concepciones más allá de lo terreno. Pasamos de pelear por hectáreas de tierra para hacerlo por religión, por dioses que inventamos, por profetas que nos decían historias fantásticas. Nos hicimos de la guerra para hacer del mundo nuestro mundo, no para compartirlo con otros. 

De ahí que el mayor logro de la civilización humana fue racionalizar el conflicto. Por eso inventamos a la política y al Estado como un marco de reglas que permitían el ascenso y operación del poder. Y es que al final de cuentas, la historia siempre ha sido la secuencia de actos entre personas que anhelan el poder para imponerse ante los demás. 

La guerra como la política, según Maquiavelo, no se trata de lo justo o de lo injusto, sino de entender lo que puede hacerse en medio de nuestra temible naturaleza. Pensamos que la virtud era un acto regulatorio de las sociedades, pero el florentino nos mostró que, en realidad, es la violencia el mayor de nuestros males y al que más debemos contener. Negar el rol de la violencia en nuestra civilización es dejar pasar al mayor enemigo del ser humano. El lobo es el lobo del hombre, decía Aristóteles. 

Siempre he creído que la mejor manera de evitar a la guerra es estudiarla. No comparto ese planteamiento de educar para la paz, que parece ser un discurso arcoíris y de buenas intenciones en el conversatorio colectivo. Hay que entender, por el contrario, las causas reales de la violencia, los efectos de la misma y las consecuencias de sus efectos devastadores. 

Cientos y cientos de veces he sido crítico de esas buenas intenciones de educar para la paz, porque ha sido un cliché constante que lava nuestras culpas, pero no se convierte en una oposición real a los actos violentos. 

En Sinaloa, por ejemplo, llevamos más de tres décadas con cursitos de valores entre los jóvenes. Torpe pretexto para gastar el erario, pero sin efectos reales en la creación de mejores mecanismos de solución de conflictos. Tan es así, que seguimos con índices desorbitados de violencia. 

El ser humano es una bestia, como dijera Hobbes, y es importante saber que aún en su mejor momento, habrá de hacer daño, porque lo busca, porque le genera placer. La paz es un anhelo permanente, pero difícil de alcanzar en la vorágine de acontecimientos y de daños que nos hemos hecho. 

Creo en el perdón y en sus efectos civilizatorios. El ser humano se crece al perdonar, pero es un acto de tan increíble transformación interna, que pocos son capaces de lograrlo. Mandela y Gandhi son el ejemplo más avasallante de ello. Para mí, es imposible entender la grandeza de Mandela, cuando decidió perdonar a sus captores y construir un gobierno para todos los sudafricanos. Pero su legado es demasiado difícil de imitar, cuando vemos las atrocidades cometidas contra Palestina, los asesinatos en masa en varios países africanos, los diamantes de sangre y la explotación sexual. Perdonar es difícil para una sociedad que día con día pelea entre sí y se hace cada vez más daño.

Por eso me parece más pragmático y más útil el concepto de autocontención. El ser humano debe ponerse límites o de lo contrario, perecerá en el escarnio de su propia maldad. Esa autocontención viene de las leyes, de las instituciones, de las regulaciones de cooperación y, sobre todo, de la construcción de puentes entre culturas. 

A veces pasamos desapercibida la magnitud histórica de nuestra Declaración Universal de Derechos Humanos. Y es que, en esas letras, está el legado absoluto de nuestra capacidad para limitar a nuestra violencia. En el reconocimiento de que el otro tiene derecho a disentir, a expresar sus opiniones, a construir su bienestar. La idea misma de que nos reconocemos iguales y sujetos a las mismas responsabilidades, es una meta narrativa tan profunda que es capaz de dirigir y encauzar a nuestros propios demonios.    

Por eso me gusta la idea de construir puentes. Mientras otros buscan dividir y despreciar lo diferente, a mí me gusta aprender de ello, expandir las fronteras de mi mente, retarme y retar a mis ideas. Y eso solo puede hacerse en el marco de las libertades individuales.

Estamos viendo el nacimiento de un mundo diferente al del siglo pasado. Pero su alumbramiento no estará exento de dolores ni de conflictos. Las libertades están en peligro, porque algunos creen que pueden transgredirlas usando el concepto de pueblo para sus fines. En realidad, nadie puede asumirse como representante del pueblo o de una nación entera, porque cada uno está hecho de millones de voluntades. Creo en el individuo y en su derecho a construir su bienestar, no en el Estado, que generalmente está bajo el control de unos cuantos. 

No puedo sino apoyar a los millones de ucranianos que están defendiendo a su país de un invasor extranjero. Lo que está en juego, insisto, en el conflicto que vivimos, es la posibilidad de una sociedad para definir su futuro mediante mecanismos democráticos. Vladimir Putin no es un demócrata, es un hombre que quiere expandir la idea de un Imperio convocando un nacionalismo medieval, un acto de desprecio a otras naciones. 

El mayor riesgo en nuestra época es que asumamos que puede haber éxito económico violando las libertades, como lo hace China de manera reiterada. Necesitamos proteger las libertades, porque son las únicas garantías de que el crecimiento de un país tendrá efectos positivos. 

Suiza, que tradicionalmente ha sido un país neutral, hoy decidió dejar de serlo. El nivel del efecto de las acciones cometidas por Rusia al invadir a Ucrania es, para Suiza, aún más grave de lo que los nazis provocaron en la Segunda Guerra Mundial.

Y Suecia y Finlandia quieren ser parte de la OTAN ante un Putin que amenaza con querer imponerse en la región. Es la hora en que las instituciones liberales y los gobiernos democráticos comiencen la defensa de sus narrativas. 

La guerra, esa compañera tan temible en la evolución humana, está al acecho. De nosotros depende evitar que sea más fuerte que las instituciones que hemos, con tanto sacrificio, construido. De nosotros depende defender a las libertades de su mayor enemigo: la pretensión del ser humano de creer que puede estar por encima del futuro. 

Óscar Rivas es Economista, con maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.

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