Carismático, rebelde, incansable, John DeLorean personifica al Ejecutivo de Empresas que se enfrenta al sistema corporativo y parece destino a la grandeza. Sin embargo, una serie de errores fatales le llevaron a perder cualquier indicio de prestigio y, además, de patrimonio y de inversiones.
La historia es conocida. DeLorean trabajó en General Motors y luego llegó a la división de Pontiac. Ahí se enfrentó a la directiva que quería seguir vendiendo autos compactos, a la manera europea, mientras sus competidores empezaban a desarrollar vehículos con el famoso concepto del “american muscle”, que no es otra cosa que grandes motores en chasises enormes, demostrando el poderío de la industria de Estados Unidos, frente a los compactos europeos y japoneses.
DeLorean era un gran vendedor. Su apuesta con el modelo Pontiac GTO (prácticamente un carro con motor de Fórmula Uno al alcance de todos), le generó enormes comisiones y era prácticamente una figura en ascenso que aspiraría a dirigir a General Motors, la mítica y más importante compañía de autos en América.
Y ahí comenzaron los problemas. El estilo de vida de John no era bien visto por los directores de la empresa, que a menudo enfrentaban reclamos por el rígido código no escrito de conducta de la doble moral americana. DeLorean era un dandi y a la vez un “ladies’ man”, un mujeriego que salía con mujeres más jóvenes y atractivas, lo que generaba quejas por parte de las esposas de los directivos generales que asistían a las reuniones de Consejo Directivo de GM cada mes. (No es broma, está documentado).
Sin embargo, era tan buen vendedor, que era imposible despedirlo de empresa. El asunto tronó porque este hombre dedicó más horas a vender su imagen, descuidando por completo la planta de producción del modelo GTO, (que ya era uno de los más demandados del mercado, junto con los Mustang y los Camaro).
DeLorean descuidaba todo: la compra de insumos, el aumento en el costo de la electricidad, la contratación de mano de obra, la creciente competencia de Japón con Honda y Nissan con modelos más baratos y la demanda de insumos que hacían estas empresas, empujando el precio del acero y de la fibra de vidrio al alza, entre muchas cosas.
Bueno, pues al señor lo sacan finalmente porque ya no podía hacer frente a las exigencias de producción (con enormes pérdidas para General Motors), y él decide que es momento de fundar su propia empresa. Logra voltear la narrativa de que era un hombre descuidado de sus responsabilidades y utiliza su atractivo como visionario, innovador y líder a la manera americana: independiente, combativo, desafiante del status quo.
Se junta con varios de los mejores ingenieros de General Motors y desarrolla un vehículo (hermoso en mi particular punto de vista) que lleva su apellido. Une, de manera realmente genial, la narrativa que quería proyectar para una década (la de 1980), en la que el éxito significaba mano dura, habilidad financiera, provocación al sistema, pero, sobre todo, elegancia.
Su poder de convencimiento es tal que suma a su empresa al famoso presentador americano Johnny Carson y al cantante de jazz, Sammy Davis Jr como inversionistas de la DeLorean Motor Company. Pide un préstamo al Bank of América y luego, construye un modelo de negocios en el que cede parte de sus acciones a quien se convierta en su distribuidor (todo bien hasta aquí, parece que toma decisiones inteligentes).
Todos los países del mundo querían producir el DeLorean. Cuando digo todos es, TODOS. Desde España, Arabia Saudita, Francia, todo mundo quería ser la sede de esta empresa. Aquí John comete su primer error estratégico: se deja seducir por la oferta más alta. Nunca lee los contextos culturales, la situación política de cada país, las proyecciones económicas, los datos financieros de cada sistema bancario. Y comete el peor error de todos: se va a poner su planta de producción a Irlanda del Norte, con una oferta de asociación con Inglaterra en la que le darían incentivos fiscales muy productivos (quería regatear el salario de los trabajadores).
Entendamos a John: se creía infalible. Comienza a tomar decisiones de negocios basado no en los números, sino en las corazonadas. Su ego era infinito: si pudo seducir a tantos, el riesgo de fallar era prácticamente cero.
La historia sigue y por temas de espacio, digamos que DeLorean se enfrenta con una situación muy compleja en Irlanda del Norte. El IRA (el Ejército Republicano Irlandés) comienza una serie de actos terroristas que impiden que la empresa pueda producir al nivel que necesitaba y los que se producen, se hicieron con fallas, con pésimas medidas de seguridad que impiden su venta. John comienza a perder dinero, a perder inversores, que están molestos por los retrasos. Finalmente, la empresa se cierra. El tipo nunca quiso ir a la planta a supervisar todo el proceso y verificar cómo se movía la empresa, sino que flotaba en una realidad alterna, entre revistas, entrevistas y fiestas privadas.
En su desesperación para pagar deudas, DeLorean se mete a una red de narcotráfico, que significó una trampa del FBI y al final, enfrenta un proceso legal, una caída en imagen, fama y, sobre todo, dinero. Lleno de problemas legales, fiscales, económicos, DeLorean muere años más tarde y jamás puede cristalizar el sueño de una compañía que produzca la belleza del modelo DMC – 12, que hoy conocemos por la película “Volver al Futuro”.
¿Qué podemos aprender?
De cada fracaso es importante aprender lo que se hizo bien y lo que no se hizo correctamente. DeLorean es ambicioso, empieza su carrera con un ímpetu tremendo. Convertirse en el campeón de ventas y hacer de su división un hito en la industria (antes de su participación, el modelo Pontiac GTO era considerado un auto para ancianos), pues no es nada fácil. Significó ver en la ingeniería procesos de creatividad que el resto de los ingenieros no habían visto, porque mantenían el sesgo de lo industrial, sin entender que afuera el mercado pide siempre innovación. John pudo haberse mantenido como un simple administrador de esa división de General Motors, tratar de hacer lo mejor posible lo que le dijeron que tenía que hacer. Pero aspiró a dejar huella.
Entendió que su mercado estaba cambiando en los complejos años de la revolución sexual y de las nuevas tecnologías. Era un gran lector de la naturaleza cambiante de las generaciones. Le apostó a ser diferente y a vender lo que otros no querían hacer.
Su decisión fue acertada. El ímpetu renovador que había desarrollado le permitió distinguirse de los cincuentones que dirigían a General Motors. Comenzó a volverse peligroso para varios de ellos, pero, aun así, sus resultados eran obvios. Ganaba porque se atrevía cada vez a arriesgar más.
Sin embargo, no tenía un Plan B. Nunca entendió que la dirección empresarial implica dos cosas: cuidado del proceso al mismo tiempo que innovación constante. Su mente iba tomando decisiones más arriesgadas sin antes establecer un marco corporativo, legal y fiscal, sólido. Iba ganando y apostaba más alto, antes de contar los billetes que tenía.
Descuidó la cadena de producción, aunque entendía que debía tomar atajos para disminuir tiempos y evitar el aumento de los insumos. Pero nunca supervisó esos procesos, que delegaba en sus subordinados.
Otra cosa que podemos aprender de sus equivocaciones: hay que hablar con especialistas. DeLorean no era abogado, ni contador, ni economista. Basó sus decisiones en creer que sabía más que los que habían estudiado una especialidad (era ingeniero industrial, pero nunca tomó curso alguno en negocios).
Además, DeLorean no entendía que los cambios políticos afectan el entorno empresarial. Cuando Margaret Thatcher llegó al poder, la entonces Primer Ministro de Inglaterra determinó de un plumazo que el Estado no tenía por qué rescatar a una empresa privada y menos, extranjera.
John no desarrolló ningún tipo de lobbying, no pudo liderar con valentía los complejos cambios que vivían los obreros de su planta industrial en Belfast, en medio de una Guerra Civil. Decidió esconderse en su oficina en Londres, en vez de tomar el timón de los acontecimientos.
Su personalidad parecía innovadora al mismo tiempo que encandilada por el éxito permanente. En vez de mejorar el proceso súper estructurado de General Motors para hacerlo más simple y menos regulado, decidió hacer lo contrario: ningún control de calidad (generando vehículos que no cumplían la reglamentación oficial); no controlaba presupuestos (lo que impedía generar economías de escala y disminuir los precios unitarios), y, sobre todo, no tenía mecanismos de supervisión específica, generando que toda la línea de producción fuera ineficiente.
DeLorean tenía talento, carisma, una tremenda habilidad para las relaciones públicas, pero carecía de intención para hacer lo que le era incómodo: supervisar, revisar, leer, gerenciar. El mundo corporativo no perdona y si la cabeza no está en su lugar, el resto de una empresa irá al caos.
Esa es la lección más importante: hacer empresa implica estar presente, todos los días, en la empresa. Las relaciones públicas importan, las decisiones estratégicas son fundamentales, pero, más que otra cosa, la supervisión y la ejecución son la diferencia entre el éxito de un sueño o el fracaso de un legado.
Óscar Rivas es Economista, con maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.
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