¿Qué es la ambición? ¿Por qué ambicionamos? ¿Qué mueve al ser humano a enfrentar las rudezas de la naturaleza, las imposibilidades del destino, las amarguras de la conquista? ¿Por qué para algunos la ambición es un pecado de vanidad y para otros, un camino de mejoramiento personal?
En latín, ambición literalmente significa caminar rumbo hacia algo. O más precisamente, rodear, es decir caminar por el mundo. Caminar hacia un objetivo (o por él), va de la mano con ambicionar. El ser humano tiene que encontrarse con un motor interno, una chispa que encienda sus talentos, para darle sentido a la existencia. Como dijera Facundo Cabral, sin la utopía solo sería cuestión de sentarnos en una banca a ver pasar el tiempo.
En su libro “Jugarse la Piel”, el financiero libanés Nassib Taleb reflexiona sobre los tiempos en los que se nos obliga a modular nuestras ambiciones. Sacrificamos aspiraciones por estabilidad, queremos una vida tranquila y segura, pero esto implica que para ello debemos ceder nuestra libertad a otros. Si el ser humano quiere ser auténticamente libre, debe de aprender a sobrevivir como lo hace un lobo. La auténtica libertad implica riesgos, lo que implica jugarse la piel, apostarlo todo por algo que sea suficientemente importante.
Taleb es tajante: la sociedad moderna ha esclavizado el ímpetu. Las empresas aspiran a tener empleados que no hablen, que solo sigan procesos, que no crezcan, que no choquen con la misión de los directivos. Pero esto solo provoca que su capacidad de adaptación como organización se venga abajo: sin cerebros creando, las empresas fenecen ante un mercado agresivo que no cede a la permanencia.
El mundo moderno está lleno de complejidad. Las empresas no pueden simplemente pensar en que toda la vida se venderá lo mismo. La necesidad de innovación define su capacidad de sobrevivencia. Recordemos que, salvo una, ninguna de las empresas fundadores del índice bursátil Dow Jones sigue en él.
Para el libanés las empresas tienen que aceptar que no lo saben todo, que dependen más de lo que sus colaboradores puedan hacer en ellas que en las decisiones de los directivos. Si Amazon es lo que es, se debe a que Bezos lo entendió de esa manera: pasar de ser una plataforma que vendía libros a una que vende ropa, juguetes y que está incursionando en la robótica no fue porque su director quería hacerlo, fue producto de un ambiente en el que Jeff Bezos sabía que cualquiera podría cambiar las cosas, en la que los empleados no se sintieran cómodos, sino que estuvieran listos para desarrollarse, consideradas por su pensamiento sofisticado y su capacidad creadora.
Crear algo nuevo es un acto complejo, pero que parece que hemos dejado como exclusivo de cerebros superiores. Leonardo da Vinci, Mozart, Picasso, en realidad sustentaron sus procesos creativos porque les apasionaba su arte. Encontraban en ello una manera de hablar con el mundo, de cambiarlo. Admiramos a estos hombres porque en cada creación pusieron la piel, apostaron su prestigio como artistas, obligaron a sus talentos a llegar a la cima, estudiando durante cientos y miles de horas.
Desafortunadamente, la ambición por cambiar al mundo es algo que no se enseña en las escuelas y se queda en la narrativa de algunas campañas comerciales. La ambición parece ser más un antídoto contra el tedio que una estrategia para construir a un espíritu combativo. Nadie quiere asumir riesgos y por ello siempre somos esclavos de algo.
Taleb establece la diferencia entre los políticos y los emprendedores. Los primeros solo hablan y se justifican, dice. Su ambición es pequeña, no se atreven a cambiar el status quo, solo a beneficiarse de él. Por el contrario (y es la razón por la que admiramos a Steve Jobs), los emprendedores asumen el riesgo que implica invertir en una idea en la que en ocasiones solamente ellos creen. Si pierden, tendrán que comenzar de nuevo, si ganan, disfrutarán de la miel del éxito porque su ambición los orilló a no tener alternativas.
Hernán Cortés es un ejemplo claro de lo anterior. Cuando su tripulación de apenas 150 hombres desembarcó en Veracruz, quemó sus barcos. No quería que sus soldados tuvieran la tentación de regresar a Cuba. Solo había una alternativa y era hacia adelante, con todo lo que implicaba recorrer una zona desconocida, con tribus guerreras y contra el Imperio más grande de América en ese entonces.
Cortés se la jugó, se jugó la piel en su aventura. Con enorme capacidad estratégica, logró unir a sus fuerzas a los pueblos enemigos de los aztecas, entender las relaciones de poder entre ellos y finalmente, derrotar a una fuerza que era mil veces superiores a él.
Jugarse la Piel es un acto de heroísmo individual. Uno que está al alcance de todos en la medida en que entendemos que vivir es en sí mismo un riesgo. Apostarle todo a una causa, a un objetivo, a una meta, es lo que provoca que el ser humano saque de sí mismo talentos insospechados.
La gente admira los rostros con cicatrices, plantea Taleb, porque muestran que hay un ser humano que se estrelló en el campo de batalla, pero que pudo levantarse. Ejemplo de ello es Leonardo Da Vinci y su Mona Lisa.
Leonardo, quien era considerado problemático y siempre excéntrico para su época, cree que para pintar algo hay que pintar el alma. No el alma en el sentido teológico. El alma en el sentido humano. Leonardo quería pintar la esencia de la personalidad, más allá de solo el cuerpo. En eso se anticipó a Freud, pues Leonardo miraba el comportamiento de cada persona y les clasificaba según sus humores.
Pues bien. En la época, una mujer no podía ser pintada de frente. El Manual Decor Polorum establecía que las mujeres deberían de ser pintadas de lado. La razón era que la mujer era un objeto y NO un sujeto. Por ejemplo, cada que una hija era entregada en matrimonio, el padre también entregaba un retrato de la misma. Esto implicaba un medio de cambio, el cuadro ERA la manera de garantizar y mostrar el valor de la mujer y, por tanto, el valor de la transacción comercial.
Leonardo era un hombre a los que esos convencionalismos le eran absurdos. Él creía en su pintura como una forma de hacer posteridad, pero más que eso, quería pintar el alma de las personas.
Pues bien, quiso y terminó pintando a la Señora Lisa (Mona en antiguo italiano es Señora), de frente, mostrando su alma (una tenue y silenciosa sonrisa que habla de la personalidad levemente coqueta de Lisa).
Ahora viene algo revolucionario en ese acto. Conocemos al cuadro más por Mona Lisa que por la Gioconda. Es decir, el personaje femenino es conocido por su propio nombre, no por el apellido de su esposo. Estos dos eventos (el respetar la individualidad de una mujer y pintarla de frente), pues no cayeron bien en la época.
Cuando meses después los Medicis que gobernaban Florencia, fueron solicitados por el Papa para enviar a sus mejores artistas a Roma para pintar el Vaticano, Leonardo es (así como se lee), ignorado. No va a Roma. NADIE quiere a Leonardo por esto. Es considerado problemático (de nuevo) y NADIE lo contrata.
Leonardo tiene que ganarse la vida. Por ello abandona Florencia y va por Italia buscando mecenas. Alguien lo contrataría no como pintor, sino como ingeniero militar (que termina siendo un fracaso porque sus máquinas son demasiado avanzadas para la época).
Lección:
Leonardo pudo haber seguido los parámetros de su época. Puedo amasar una fortuna pintando como sus clientes querían. Pero no quería eso. Era un maldito individualista que anhelaba hacer lo que amaba. Aferrado a su idea de llevar al arte a su máxima expresión, Leonardo insistía en pulir su técnica y crear conceptos nuevos. Leonardo da Vinci se jugó la piel, se jugó el prestigio como artista y es por ello que admiramos su arte.
Hoy, la Mona Lisa es el cuadro MÁS conocido en LA HUMANIDAD.
Su propósito se logró. Pero es que Leonardo no solo pintó el alma de Lisa, pintó también el alma de todos nosotros, pues en la sonrisa de esta mujer, hay también una insinuante rebeldía:
¿Cómo qué me dices que no puedo o debo hacerlo?
Pues mírame hacerlo, cabrón.
Óscar Rivas es Economista, con maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.
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