En 1988, se estrenó la película “La Última Tentación de Cristo”, basada en la novela del escritor griego Nikos Kazantzakis. Tanto el libro como la película generaron una enorme polémica al interior del cristianismo y del mundo occidental, en parte por la impostura de que Cristo pudo haberse casado y haber tenido un hijo, hilo argumental de la obra de Kazantzakis.
Más allá del tema teológico (de lo cual ignoro mucho), la película me interesa desde el punto de vista filosófico. Según la Biblia, Cristo es tentado tres veces en el desierto por Satanás: la primera para convertir piedras en pan; la segunda para saltar de un precipicio y pedir que Dios lo salvara y finalmente, la tercera, para ostentar el poder del mundo y sus riquezas.
De cada una de esas tentaciones, Cristo contesta con sabiduría y autocontrol. Convertir piedras en pan para no necesitar nunca trabajar implica que el destino del hombre es buscar la satisfacción automática, vivir en el placer, en la tranquilidad como fin y último de la existencia.
Su respuesta ante el desafío es clara: No solo de pan vive el hombre. Es decir, el ser humano es pensamiento, no solo carne. Para iluminar e iluminarse, hay que ganarse el alimento. Esto es una lección estoica: el placer de lo inmediato es una trampa para que las personas huyan del esfuerzo, de la disciplina, es decir, que vayan directamente al resultado antes de enfrentarse con el proceso.
Nunca como ahora esta lección es tan necesaria, cuando vivimos en una sociedad que desprecia los sacrificios individuales y reivindica las soluciones inmediatas: para aprender un idioma tan complejo como el inglés, nos dicen que solo es necesario estudiar seis meses. Para bajar de peso, nos ofrecen cirugías estéticas que nada tienen que ver con una disciplina física. Cristo contesta lo contrario: hay que ganarse las cosas, hay que enaltecer aquello que nos empuja a evolucionar como seres humanos. Hay, en pocas palabras, que buscar lo intangible antes que lo palpable.
La segunda tentación nos habla de tentar al destino. Satanás lleva a Cristo a Jerusalén y lo pone en lo más alto de la más alta de las rocas. Le dice que salte, que Dios mandará a un ejército de ángeles a salvarlo. Jesús, de nuevo, con total autocontrol, responde: no pongas a prueba a Dios.
De nuevo, tenemos otra respuesta que llama a la reflexión filosófica y que va más allá de la Fe. Entendamos como lo hacía Kant que Dios es un orden natural, es decir, es un constructo de reglas naturales a partir de las cuales el Universo se mueve.
Para entender ese orden, hemos desarrollado a la Ciencia. Podemos usar las leyes de la naturaleza a nuestro favor, pero no podemos ignorarlas. No podemos esperar que un vehículo a 200 kilómetros por hora no siga las leyes de la inercia y esperar que no choque contra un árbol si no es manejado correctamente.
Pensemos en ello cuando vemos a los millones de antivacunas, a los negacionistas del Cambio Climático, a los terraplanistas, a todos aquellos que asumen que el Covid-19 fue una creación artificial y que presumen el ego desbordado de una humanidad que se cree única y súper poderosa.
La realidad es que esas vanidades son, perfectamente, ejemplo de la segunda tentación. El ser humano nunca podrá estar por encima de las leyes naturales y es preciso entender que, de millones de especies, solo somos una y no la más importante. Que tenemos una responsabilidad en proteger al medio ambiente de nuestras tentaciones todopoderosas, y con ello, a nosotros mismos como sociedad.
La tercera tentación es la del Poder. Satanás intenta seducir al corazón de Jesús con la promesa de que, si se postra ante él, le dará pleno dominio de países y reinos, de tesoros y ejércitos. El Poder es un fenómeno humano, no divino, nos dice Maquiavelo. Y es también, una ilusión. El Poder reside donde la gente cree que reside. Para Jesús, el Poder es un mal necesario y por ello siempre trata de apartarse de él.
No creo que el ser humano pueda apartarse tan directamente del Poder. Si algo nos ha enseñado la historia, es que, desde siempre, la naturaleza humana está condenada a perseguirlo, porque quien lo ostenta puede organizar sociedades. Mi interpretación es más simple: Jesús desdeña el Poder por el Poder, que es una sombra vana y pasajera, como lo es Satanás, el rey de las sombras.
La ambición es normal en el ser humano, pero hay cosas que deben estar por encima de ella. A menudo los políticos y empresarios sin principios causan su propio fracaso. Maquiavelo quiere que exista un Príncipe sí, amado y temido, pero no para ser únicamente para mandar, sino para unificar Italia.
Es decir, el Poder tiene una función civilizadora siempre y cuando obedezca a una causa, que tenga una brida y autocontrol. Sin ella, el ser humano sucumbe a sus propios demonios y a su deseo de totalizarlo todo. Por ello es que Jesús pone a Dios antes que al Poder. Se busca que el ser humano tenga autocontrol antes que Poder, porque como nos dicen los Estoicos, aun teniendo mil ejércitos, el enemigo más grande de un hombre es él mismo.
Por eso los griegos tenían dos dioses para la guerra: Ares y Atenea. Ares era despiadado en batalla, pero tan destructivo que hasta el mismo Zeus tenía que controlarlo. Atenea, por el contrario, es la inteligencia que dirige al líder: hay en ella virtud y astucia, así como habilidad. Los griegos clamaban por Ares en la batalla, pero pedían el consejo de Atenea en el Gobierno.
Kazanztakis imagina una cuarta tentación: la de una vida común. Cristo, antes de morir, es salvado por un ángel que le dice que todo era mentira, que la pasión de su crucifixión era una simple ilusión para que él dudara de Dios. Años después, Jesús se casa, tiene un hijo y es relativamente feliz.
Hay algo en esta tentación que me hace pensar que, aunque esté fuera de la Biblia, fue la más difícil de evadir por Cristo. ¿Quién no quisiera evitar el enorme sacrificio de morir en una cruz, azotado y humillado, traicionado por un amigo? ¿Quién no dudaría en alejarse del dolor y la ingratitud humana, para dedicarse a ser simplemente, feliz?
La cuarta tentación es la de la indiferencia, de la mediocridad, de la apatía. La indiferencia de hacer algo para mejorar las cosas, para cambiar al mundo, para evitar involucrarse en una causa y para evitar los costos de defenderla.
A menudo la veo y la escucho en muchas personas. Gente que dice: “no me interesa la política, que flojera ir a marchar contra la violencia, de todas maneras, todo sigue y seguirá igual, todos los políticos son corrputos, todos son iguales, todo es igual”. Y a esas expresiones les sigue una apatía por la vida pública, una indiferencia por el dolor, una normalización de lo que agrede a otros mientras no me agreda a mí.
Kazantzakis describe cómo en algún momento, ese Jesús visita a sus apóstoles y recibe los reclamos de Judas Iscariote. Sin la Pasión de Cristo, la humanidad estará condenada para siempre. Le dice “¿Por qué cediste a lo fácil, a lo cómodo, a lo simple? Estabas llamado a un destino extraordinario, estabas listo para ser nuestra guía en los momentos adversos, ¿por qué, por qué preferiste abandonarnos?”.
Esta última tentación es también la de nuestra época. ¿Cuántas veces no renunciamos a nuestras aspiraciones porque hay que pagar las cuentas? ¿Cuántas veces nos victimizamos diciendo que la culpa de todo es de otros, en vez de trabajar diligentemente para salir de nuestros problemas? ¿Cuántas veces no cedemos al privilegio de una vida común, mirando a otro lado ante el montón de tragedias que viven los menos favorecidos? ¿Cuántas veces no hemos pensado que no importa lo que hagamos, todo seguirá igual?
No. La grandeza está en las manos de todos y de cada uno. Estamos llamados a florecer con nuestros talentos, a aportar a un mundo que necesita de ellos. La mayoría de la gente quiere una vida feliz, pero asumiendo que la felicidad es en esencia, ausencia de dolor.
La realidad es que la magnitud de la experiencia humana es una larga combinación de dolor y alegría, que al final de cuentas implica un proceso evolutivo individual. Pero, sobre todo, que cada ser humano tiene una responsabilidad consigo mismo y con su momento histórico. Renunciar a pelear por algo más noble que nosotros porque no hay sentido en hacerlo, es ceder al espejismo de una vida mediocre.
En la película al final, Jesús, arrepentido por la culpa, le pide perdón a Dios por haber cedido a esta última tentación y le pide volver a la Cruz. Entonces se da cuenta que está en ella, que todo lo anterior había sido una ilusión para que renunciara a su misión. Y asume, quizá con más carácter que nunca, el dolor que viene, el sacrificio que representa, la pasión de su destino. Y el Jesús hombre se convierte entonces, en el salvador de una humanidad ingrata, pero también, urgida de una guía para los años venideros.
No cedamos a la última tentación. Opongamos ante ella, el profundo privilegio de saber que, en el lugar más pequeño, en nuestra vida cotidiana, en nuestros trabajos, empresas y empleos, somos capaces de cambiar y mejorar las cosas.
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Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania.