Ética y cultura de la legalidad

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Partiendo de las definiciones, cultura y ética son dos palabras complementarias. Desde el punto de vista social, la cultura representa una serie de valores que otorgan legitimidad a ciertas reglas de convivencia entre individuos, además de crear una cadena de jerarquías, ceremonias y estructuras organizativas determinadas en un proceso histórico, en una sociedad en particular. 

Por otro lado, la ética es la rama de la filosofía que estudia la concepción del bien y del mal, la manera en que cada persona configura su pensamiento y su conducta ante ciertos acontecimientos que le presenta la vida. La ética muestra las reglas generales sobre lo que puede o no puede hacer una persona, además de que define los límites que se coloca a sí mismo y a los demás. Podemos decir que estos límites son los valores con los que nos auto regulamos. La moral es la suma de esos valores, costumbres, tabúes y restricciones que la sociedad le va colocando a cada persona.

La cultura interviene en la ética en la medida en la que el individuo influye y es influido por la sociedad y la época en la que vive. Así, por ejemplo, en la época colonial, el sistema de valores morales otorgaba a los españoles superioridad social, mientras que consideraba a los indígenas como apenas entes (no seres humanos), al cuidado y a la protección (y por tanto a la orden) de los peninsulares. O, por ejemplo, en lo referente al rol de la mujer en la política: hoy las mujeres son aceptadas como líderes, en el pasado esta concepción era imposible, inmoral.

La suma de ambos conceptos (cultura y ética) genera un tercer significado: cultura ética, que tiene que ver con la construcción de un modelo educativo que sirva como marco referencial para que socialmente haya castigos, sanciones y recompensas no punitivas a ciertas decisiones sociales.

México es un país complejo. Su evolución histórica responde a un sinfín de conflictos que aún no han sido del todo resueltos. Desde la Conquista, el país ha deambulado en un proceso de choque cultural que ha generado un marco de valores específico, aunque haya tenido transformaciones sociales importantes. 

Así, es vital comprender que somos un país multicultural: existimos y coexistimos junto a diferentes expresiones indígenas, por ejemplo. Además, cada región tiene sus particularidades. Por ello, la cultura mexicana está llena de matices, aunque comparte un marco de valores en común y una concepción de sí misma más o menos homogénea. El problema es que lo que los mexicanos dicen de sí mismos es un reflejo de sus propias circunstancias no resueltas.

Por ejemplo, Octavio Paz en su libro “El Laberinto de la Soledad” reflexionaba precisamente sobre la relación del mexicano con la religión católica y cómo ésta se convirtió en un mecanismo de cohesión social, aunque también, de acentuación de la diferencia entre ricos y pobres. Paz, por ejemplo, pone de manifiesto la diferencia entre el pensamiento protestante que dio origen a Estados Unidos y cómo la ética religiosa forjó a un país que consideraba que el trabajo duro generaba recompensas espirituales. Esto contrasta con el mexicano, que, por ejemplo, trabaja dos terceras partes del año, pero para ahorrar la suficiente cantidad de dinero y gastarla en el día del festejo del Santo Patrono de su ciudad.

Si bien la cultura entonces significa este tipo de valores entendidos desde el punto de vista de la convivencia entre individuos, la cultura política son las reglas no escritas a partir de las cuales se construye la legitimidad del poder político, sus jerarquías y sus mecanismos de transmisión.

Este concepto está íntimamente ligado al del sistema político, en la medida en que cada sistema crea sus ceremoniales y sus procesos. En una democracia, el poder se transmite pacíficamente a través del voto, mientras que, en una Monarquía absoluta, es necesario que los ceremoniales ratifiquen al heredero al trono.

Norberto Bobbio (1987) planteaba que el problema del Estado tiene dos vertientes; el de su legitimidad y el de su eficacia. Resuelto su orden normativo, el Estado debe construir realidades positivas que le permitan mantenerse como una autoridad clave en la complejidad social y el motor más importante del pacto entre ciudadanos con ideas, realidades y visiones diversas. Esto es cultura política. Un ejemplo de ello es el ceremonial que reviste la toma de protesta de un Gobernador o la manera en que actualmente los candidatos están haciendo precampaña. La cultura política influye en las decisiones y negociaciones de poder entre grupos de interés. Hay una serie de códigos de lo que se puede o no puede decir, de lo que se puede o no puede hacer.

De aquí se concatena otro concepto: el de cultura cívica. Si la cultura política es la manera en que generamos legitimidad (y poder) a un gobernante, el de la cultura cívica tiene que ver con la manera en la que los ciudadanos actúan ante los asuntos públicos. Existe, por ejemplo, la idea de que el Gobierno debe de resolver todos los problemas y, por tanto, el nivel de participación ciudadana en México es escasa. Datos de la Civil Global Society, muestran que cada alemán participa en al menos 40 organizaciones no políticas, mientras que el mexicano apenas y participa en 3, generalmente religiosas.

A lo anterior se le suma una serie de valores no escritos acerca de qué hacer si el gobierno y sus mecanismos de solución de problemas sociales son insuficientes. En México, hay cierto desdén por seguir la norma estricta y se generan códigos morales alternativos que públicamente se niegan, aunque en lo no escrito son comunes. Dachler y Hosting (1995), plantean cómo hay sociedades más permisivas que otras con procesos no legales. Generalmente la ética individual cede a un principio de sobrevivencia, puesto que las reglas formales no garantizan lograr ascender en una escala social determinada. México culturalmente es más permisivo sobre el soborno que sociedades con sistemas judiciales más estrictos. 

El nivel de conocimiento y respeto de la ley es lo que llamamos Cultura de la Legalidad. Cada país tiene regulaciones, algunas de ellas superadas por la historia, pero que se mantienen como reglas de conducta general. Para Ricardo Corona, Director Jurídico del IMCO, esta situación de sobrerregulación en México, ha generado altos costos de transferencia, contribuye a la informalidad y es un escenario que promueve la corrupción.

La relación del mexicano con la Ley ha sido motivo de estudio de diferentes investigaciones. Zamorano (2016), ha explicado que en gran medida ha sido resultado del conflicto entre centro y periferia a nivel geográfico, pero también a nivel social. Mientras el legislador creaba leyes para organizar los centros productivos, el resto de la sociedad tenía ya sus propias reglas que sustentaban sus economías. Así, tenemos mercados negros que permiten el acceso de ciertos bienes de alto valor a grupos sociales que difícilmente tendrían la capacidad económica para comprarlos. 

De igual forma, en México, subir en la escala social es muy complicado ante la gran cantidad de muros invisibles que existen en las diferentes clases sociales. De ahí que nuestra relación con las reglas y con la Ley sea poco formal. 

Los procesos históricos y sociales influyen en el cambio cultural. Estos cambios se constituyen a través de la política. El sistema político determina a la cultura política, que son los códigos no escritos a través de donde se legitima a quien ejerce el poder y negocia el mismo.

La cultura cívica es consecuencia de la cultura política, pues determina cómo los ciudadanos resuelven los problemas sociales. Hay mecanismos formales y no formales para hacerlo, de ahí llegamos a la cultura legal, que es la capacidad que cada país tiene para respetar las reglas que se ha impuesto, después del proceso político que ha decidido a través de la historia.

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Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania. 

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