Después de haber gozado de más de 30 años de liderazgo político y global indiscutible tras la caída del muro de Berlín, Estados Unidos de América enfrentó el 11 de septiembre de 2001, el mayor desafío a su autoridad global, con un enemigo cada vez más complejo, no convencional y disruptivo como es el terrorismo.
A dos décadas de ese suceso, mucho ha cambiado en el mundo. Después de la mayor expansión económica en los años 90´s, el país americano ha enfrentado dos recesiones complejísimas (la de la burbuja de las famosas “punto com” o empresas tecnológicas en 2000 y la de las hipotecas supbrime en 2008), sin contar la caída tremenda que se dio en 2020 por la pandemia que estamos viviendo actualmente.
Pero, además, se han venido una enorme cantidad de factores que cada día hacen más compleja la permanencia de Estados Unidos como líder global: China y su rapidísima expansión económica y tecnológica; el surgimiento de una Rusia post-comunista con mayor incidencia regional en el Cáucaso y su capacidad como jugador en el mundo cibernético, sin contar con los propios demonios internos que han acompañado la génesis de la tierra de Washington, como lo es el racismo y el terrorismo interno.
Las cosas no van bien del todo para la autodenominada “tierra de los libres”, que con Donald Trump se encontró enfrentándose a sus peores fantasmas ideológicos. Sí, el despertar de la supremacía blanca y del rechazo a las minorías raciales, junto con la polarización de la que hizo gala el republicano y la confrontación con Europa, su antigua aliada, ha llevado a Estados Unidos a un momento de su historia en donde su capacidad para construir acuerdos, dirigir al mundo y definir al futuro, se encuentran evidentemente mermados.
La salida de Afganistán ha puesto de manifiesto lo anterior. Y más allá de si el costo político será suficientemente elevado para la administración Biden, estamos ya en lo que alguna vez el politólogo Samuel P. Huntington llamaría “el fin de la política exterior ultra americana”.
Además, la globalización 2.0, como la ha llamado el destacado analista Fareed Zakaria, ha empujado procesos bifurcados en materia económica y política.
Vemos que, si bien continúa y se acrecienta el intercambio de bienes y servicios, por otro lado, se han generado ínsulas regionales de poder concentrado a nivel micro, en donde esquemas de pensamiento duro han sido la constante, provocando el triunfo del fundamentalismo en contra de la creación de puentes entre culturas y países.
El extremismo siempre se ha alimentado del miedo o del desencanto. Ante la incapacidad de la democracia por responder con contundencia a los problemas de una globalización feroz que ha destruido ciudades enteras, generando desempleo y violencia, el Estado democrático no ha podido encontrar mecanismos adecuados de distribución de la riqueza que sean tan expeditos como lo es el mercado para resolverlos.
De ahí que el Sistema Americano vea su necesidad de actualizarse más rápido que de costumbre para canalizar los claros desafíos de los grupos extremistas, cuyo descontento ha sabido canalizar Trump, quien se mantiene como una opción real de poder, arengando a su base política, compuesta principalmente por radicalismos religiosos y ultra nacionalistas.
No es que Estados Unidos vaya a desaparecer del mapa como el actor que ha sido. Sino que, por el contrario, tendrá que atreverse a evolucionar en el contexto de su política exterior ya no como el policía del mundo, sino como el soporte, el garantizador, el punto de equilibrio entre los extremismos y las ansias de poder regional combinado de las potencias no democráticas.
Lograrlo no es un reto menor, precisamente cuando el mismo país se encuentra convulso entre lo que sucede en su vida interna. Sin embargo, si algo nos ha mostrado Estados Unidos, es que su Sistema Democrático asimila más rápido los choques sociales que ningún otro, particularmente porque ha sido el único que desde un origen entendió que no podía apostarle a la decisión de uno, sino que tenía que pulverizar al poder para obligar a los equilibrios, tal como Alexis de Tocqueville explicaba en su libro “La democracia en América”.
¿Qué necesita Estados Unidos en este momento? Al menos en política exterior, mayor pragmatismo. Esto es sacrificar algunos axiomas del pasado, como eso de que tiene que ser el garante de la libertad y de la democracia en el mundo, sacrificando cuanto sea posible por defender un ideal.
Si la guerra se había convertido en algún momento en el motor de la economía de Estados Unidos, la palabra libertad se había convertido en su justificación retórica. Pero ahora, ningún país está dispuesto a un despliegue de tropas enorme, con el consecuente dispendio que esto implicaba, además del costo político frente a su sociedad. Recordemos que Vietnam en términos militares no se perdió, pero fue un fracaso rotundo en relaciones públicas.
No. Estados Unidos ya no puede ser el paladín de una causa de por sí, ambigua, en medio de la globalización 2.0. Lo que tiene que hacer es convertirse en el rey del cálculo, en el zorro de los acontecimientos, no en el león de las causas perdidas.
Generar equilibrios y acuerdos es más complejo que golpear la mesa. Pero, además, obliga a un viraje de la caja de ideas de quienes habrán de dirigir la política exterior americana. Esto implica voltear el sistema: el Ejército ya no será la maquinaria más grande y la fuerza no será la mejor estrategia. China y Rusia son tan capaces militarmente como Estados Unidos. Lo que sigue, por el contrario, será construir acuerdos y negociaciones de alto nivel internacional, bajo no una óptica de dominio, ni siquiera de socios, sino de sobrevivencia del mundo.
¿Qué significa esto? Que si antes el aparato financiero internacional, de la mano del Fondo Monetario Internacional y otros organismos, llegaban a los países más pobres con ofertas de crédito caro y una receta que no respetaba las estructuras internas de sus gobiernos, ahora tendrá que convencer a cada uno de esos países a aliarse en función de intereses globales comunes. Estados Unidos ya no podrá tener el monopolio del crédito, como lo tenía hace tres décadas, pues China está dispuesta a dinamitar ese privilegio, con crédito barato y abundante, solamente para ampliar su influencia en el mundo.
La pandemia nos está mostrando un aspecto sumamente relevante para enfrentar el futuro, y es que los países tienen que ser capaces de reinventarse a sí mismos, lo más rápido posible. Hasta 1990, Estados Unidos pudo hacerlo. En 30 años, superó los problemas de la lucha por los derechos civiles, los procesos tecnológicos y los choques económicos de una economía petrolizada. Lo hizo con menor rapidez con la globalización 2.0, pero porque en ese momento China ya había logrado reinventarse.
China está recuperándose mejor en economía y ha disminuido con mayor velocidad la tasa de incidencia de casos de Covid-19. Estados Unidos sigue batallando con sus sectores económicos, su sector financiero apenas y puede con la altísima inflación que produjo una política monetaria expansiva y, además, el turbulento mundo de la política interna, siguen siendo elementos que frenan a esa reconversión mencionada.
Ya hay voces que están empujando este viraje. Por ejemplo, hace algunas semanas, Condoleezza Rice, exsecretaria de Estado de los Estados Unidos, criticó la salida intempestiva de Afganistán, manifestando que la mejor estrategia hubiese sido el modelo surcoreano, que consiste básicamente en crear un esquema de alianzas y aliados internos, que provoquen un equilibrio, sin el despliegue militar que hubo en este país.
Estados Unidos tendrá que decidir cómo logrará pasar de ser policía a abogado, como dejar de usar la fuerza para fortalecer una red de alianzas globales. En este contexto, tenemos que mirar cómo América Latina podrá capitalizar ese viraje como potencia emergente.
Indistintamente de nuestros problemas domésticos, es hora de ser zorros, utilizando el conflicto entre las potencias a nuestro favor, y no ser rehenes de esquemas ideológicos absurdos que ni resuelven nuestros problemas ni nos dan una ventaja estratégica en el mundo, como lo son y han sido los populismos y los nacionalismos extremos.
De nosotros depende usar esto a nuestro favor.
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Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania.