A nivel global estamos viviendo una era en la que todos, a través de las redes sociales, tenemos opiniones sobre los acontecimientos que enfrentamos como país, como sociedad y como civilización. El debate que se genera es ríspido, a veces insensato y necio, en donde la interacción humana se ha resumido en defender con falacias a diferentes ideologías políticas.
La desinformación actúa de manera muy inteligente; primero ataca a la razón a través de cuestionamientos que hacen dudar de la certeza de la realidad (el cielo no es azul, eres tú quien lo ve azul porque eres machista). Después, culpabilizan al pensamiento divergente, generando arrepentimiento en quien lo emite por no estar de acuerdo con la opinión de un colectivo abstracto e intangible (eres enemigo del pueblo porque no piensas como él). Y finalmente, obligándonos a tomar partido y por tanto a emitir una opinión aún y cuando no tengamos los elementos para generar un juicio informado.
En este escenario, cualquiera puede tener la razón porque nadie puede estar equivocado. El sesgo se convierte en refugio de la ignorancia y el insulto en su reivindicación. Demasiado ruido nos aleja de las conversaciones importantes y nos expone a la defensa de la tribu social en la que es visible nuestra presencia. Si creíamos que el internet iba a generar una sociedad informada y culta, hemos encontrado que nuestra naturaleza tribal ha creado lo contrario: aislamiento, ceguera y ansias de conflicto.
En las empresas sucede algo similar: ante una crisis, todos emiten una opinión, todos creen saber la razón por la cual las ventas bajan, los insumos escasean o las personas renuncian. Los mitotes de pasillo se convierten en la fuente primordial de la cual todos se alimentan, mientras que los verdaderos problemas se van acumulando hasta explotar, y como la conversación interna ha sido sobre personas y no sobre situaciones, siempre debe de haber un culpable. Las empresas comienzan igual que en redes sociales, una lucha de tribus que divide los esfuerzos y distrae a las personas.
¿Qué importa si un problema es más complejo que una opinión, si al final de cuentas todo es culpa de alguien?
Dan Heath en su libro “Upstream” nos plantea una aproximación interesante al fenómeno. El autor nos conversa sobre el caso del Laboratorio de Políticas Públicas contra el Crimen de la Universidad de Chicago, fundado en 2008, por Jens Ludwig, economista, Harold Pollack, experto en políticas públicas y la especialista en política de la salud, Roseanna Ander.
La frustración de los tres expertos consistía en que, a pesar de todos los esfuerzos institucionales, las tasas del crimen en Chicago no bajaban. Esto los llevo a intentar un enfoque diferente, tratando de alejarse del ruido en el que estaban inmersos el Departamento de Justicia, el de Policía y el de Servicios Sociales, que tanto públicamente como en privado mantenían un conflicto en el que se acusaban mutuamente del problema.
Los investigadores, hartos de la intriga, de las luchas de poder y del feudo institucional, decidieron mirar al fenómeno como científicos. Encontraron un dato que les pareció suficiente para intentar enfoques de aproximación diferentes: más de 200 homicidios de jóvenes menores de 18 años habían sido realizados por adolescentes. Adolescentes matando adolescentes no era precisamente un problema de grupos de narcotraficantes. Lo que encontraron al revisar los perfiles es que todo había sido producto de una discusión entre niños, a los que desafortunadamente, les era muy accesible encontrar un arma en su barrio y al calor de una discusión, además de la presión social de demostrar que eran más fuertes, disparaban a otro adolescente.
Aquí el enfoque tradicional nos diría que el problema es el acceso a las armas. Pero los investigadores no estaban del todo convencidos, sobre todo porque esta variable era algo que no podía controlarse a nivel micro, sino que exigía cooperación de autoridades locales y federales, algo que ya vimos, era impensable en ese momento ante la enorme cantidad de luchas de poder entre los diferentes departamentos.
Decidieron acercarse al sector social, a la sociedad civil, a través de una convocatoria para encontrar soluciones innovadoras desde la perspectiva de los actores sociales. Una organización sin fines de lucro, llamada Youth Guidance, envió una propuesta que sería particularmente disruptiva.
Llamada “Becoming a Man”, el proyecto era encabezado por Anthony Ramirez-Di Vittorio, un carismático líder social que habría crecido en uno de los barrios más violentos de Chicago, pero que gracias a su instructor de artes marciales y a un proceso autodidacta de lecturas sobre psicología, encontró mecanismos emocionales para enfocarse aún fuera de las distracciones de un barrio con problemas.
Di Vittorio se convirtió en una clase de role model para muchos jóvenes a los que asistió. Su trabajo consistía en ser consejero, padre (algo fundamental porque muchos de esos adolescentes habían sido abandonados) y, a través de diferentes dinámicas, el círculo de jóvenes se convirtió en un refugio que se apoyaba entre todos. Niños de 12, 15 y hasta adolescentes de 18 años asistían a las sesiones de “Becoming a Man”, en donde aprendían oficios, se apoyaban para hacer sus tareas y leían hasta poesía.
Sobre todo, estas dinámicas ayudaron a algo fundamental: les enseñaba en una especie de terapia grupal, a manejar la ira, a evitar la auto victimización, a hacerse responsables de sus necesidades y roles.
La propuesta fue estudiada por los investigadores y finalmente, ganó fondeo para replicarse en 18 preparatorias de los barrios donde sucedieron esas 200 muertes. La condición era que habría que someter a pruebas aleatorias a los adolescentes que participaran en el programa, con el objetivo de monitorear si el enfoque estaba generando resultados.
El Programa fue exitoso en al menos tres auditorías. Los investigadores concluyeron que esta solución tenía efectos positivos no solo en los jóvenes, sino en sus familias. Al darles recursos cognitivos para enfrentar la ira en entornos donde ésta abundaba, comenzaron un efecto espejo: su autocontrol se convirtió en un referente para su entorno.
El modelo era preventivo y con efectos a largo plazo. Esta es una de las mejores lecciones de este ejemplo: si los investigadores se hubiesen cegado ante las discusiones políticas, nunca hubiesen encontrado enfoques diferentes para anticiparse a un problema social complejo. No basaron su juicio en impresiones sobre personas, trataron de incluir a un tercer actor, lejos del sesgo de los acontecimientos institucionales. Fueron al origen del problema y trataron de entender las razones que eran incapaces de ver como académicos o como opinadores sociales. Fueron intelectualmente humildes, aceptaron que no tenían las respuestas.
Basados en este programa, The Crime Lab logró construir modelos predictivos de entornos en los que, bajo ciertas circunstancias, o más primordialmente, sin determinadas intervenciones, habría hasta 5 mil adolescentes en riesgo de morir o asesinar por circunstancias similares a las de los 200 homicidios del principio de su investigación.
Ese porcentaje que apenas significaba 0.2 por ciento de la población total de Chicago, coincidió un año después, con los asesinatos en dichas zonas. Sin embargo, el modelo funcionó, porque 17 por ciento de esas muertes provenían de los 5 mil que habría incluido el modelo matemático. No se pudieron salvar todas las vidas, pero afortunadamente, se evitaron más muertes y se desarrollaron niveles de intervención pública y privada que reconstruyó el tejido social.
Entendamos que la ciencia es un aliado de las decisiones. Pero, sobre todo, que con la capacidad intelectual deviene una responsabilidad cívica. Esto obliga a quien recibe formación universitaria a asumir, como ya lo mencioné, la humildad intelectual suficiente para buscar otras aproximaciones y enfoques.
En los próximos días y meses, vienen discusiones socialmente complejas como lo de si es necesario o no usar medidas punitivas para castigar a quien decida no ponerse la vacuna. Viene también el debate sobre si de debe regresar a clases presenciales con la tercera ola de Covid.
El Obradorismo ha contaminado la escena pública, a través de una censura de baja intensidad, que lanza bots, escarnio y ridiculización a las voces disidentes. Las redes sociales, insisto, se han convertido en un auditorio de necedades, de justificaciones infantiles y de comentarios sin sustento.
No hay mucho que hacer, al igual que no había mucho que hacer con la batalla política de las instituciones de la ciudad de Chicago. Pero podemos aprender la lección de Jens Ludwig, Harold Pollack y Roseanna Ander. Si no controlamos la discusión, a pesar de convocar a la razón de los actores o a la responsabilidad cívica, trabajamos por nuestra cuenta.
Involucremos a los ciudadanos que, con su labor silenciosa, están tratando de construir esquemas disruptivos. Igualmente, en las empresas, lejos de la controversia entre grupos rivales que solo buscan mantener su defensa de sí mismos, trabajemos en soluciones alternativas a los problemas comunes.
La lección es clara. Después de su trabajo, la ciudad de Chicago adoptó el Programa, las pugnas entre los diferentes Departamentos si bien no cesaron, comenzaron a enfocarse en empujar los resultados hacia arriba, rescatando cientos y quizá miles de jóvenes de una muerte imprudente y a otros tantos, de la cárcel.
El poder está en atreverse a hacer la diferencia. Si hay demasiado ruido producto de las intrigas y luchas de poder, hay que comenzar a buscar caminos diferentes. El cambio social está en imaginar mundos nuevos.
SIGUE A ÓSCAR RIVAS EN:
Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania.