Estado y economía a la luz de la nueva realidad

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Óscar Rivas Inzunza,

Economista. Maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard y del Programa de liderazgo y ciudades inteligentes de la Fundación Naumann, de Alemania. 

Presidente fundador del capítulo Culiacán de la sociedad Bastiat del American Institute for Economic Research.

Cofundador de Chilakings Sinaloenses restaurante próximo a ser franquicia, ha impulsado el emprendimiento juvenil y la consolidación de negocios de emprendedores latinoamericanos en la ciudad de Miami.


El desarrollo regional es un concepto complejo de definir, precisamente ante la polémica más tradicional de la ciencia económica, que remite a la solución del dilema entre el Estado como ente promotor del desarrollo y sus límites, responsabilidades y capacidades; o lo que representa la relación del mercado con la estructura social de un país y su amplitud para construir esquemas de igualdad económica.

Este dilema atrapa a los gobiernos y a su labor. Es decir, la discusión en torno a quién es o debe ser responsable del desarrollo económico tiene consecuencias inmediatas en la función de los gobiernos como entes promotoras o no del desarrollo.

El discurso público está lleno de promesas, generalmente incumplidas, de gobiernos o políticos que se asumen a sí mismos y ante la sociedad como constructores de un desarrollo económico importante, que habrá por sí mismo de garantizar el bienestar colectivo. 

Sin embargo, la realidad mundial ha sido áspera ante tales pretensiones. Si algo observamos como consecuencia clara del proceso de globalización económica, es el hecho de que las crisis propias de cada país se transmiten con mayor rapidez al resto. Y que el principal mecanismo de transmisión lo constituyen los mercados financieros y el de las commodities, el comercio internacional y hasta la cultura popular.

Esto desprotege a los países y a las sociedades y elimina las certezas que, durante mucho tiempo, el Consenso de Washington manifestó. Ya no basta la disciplina fiscal, la regulación del gasto público y el proteger los mecanismos de deuda de los países soberanos. La crisis nos remite a una idea de incertidumbre, donde a pesar de hacer la tarea, los países no podrán protegerse de las consecuencias de un sistema financiero no regulado.

Todos los gobiernos subnacionales, de una manera u otra, están siendo presionados para ajustarse y adaptarse a las nuevas condiciones de la economía mundial. Sus alternativas de éxito están directamente determinadas por factores como la capacidad para adaptar o crear tecnología, los niveles de inversión nacional y extranjera que pueden captar, la disponibilidad de mano de obra capacitada, el desarrollo de infraestructura, el uso de subcontratación, la flexibilidad de las empresas, el tipo y la calidad de las exportaciones, el nivel de penetración de las importaciones y la capacidad de acceso a los mercados mundiales. 

Sin estas condiciones, los niveles de vida de la población y los niveles de empleo pueden deteriorarse y sacrificar generaciones en el proceso.

La globalización en sus varias dimensiones, las reestructuraciones productivas en curso en todo el mundo y los nuevos requerimientos tecnológicos exigen nuevas intervenciones públicas en el espacio nacional. Estas deberán orientarse a dotar a las regiones y empresas que en ellas se encuentran de un ambiente económico e institucional favorable, capaz de volverlas ágiles, flexibles y eficientes.

El gobierno actual y, particularmente, la personalidad de Andrés Manuel López Obrador, omiten en su discurso y su narrativa pública, las complejidades antes referidas. Se rescatan ideas del pasado (construir una refinería, apelar a la división entre ricos-malos y pobres-buenos, entre liberales y conservadores, entre fifíes y patriotas), pero no hay un proyecto de modernidad.

La Cuarta Transformación es una trampa retórica. Nos dice que será el mayor cambio en la historia moderna, pero en la propuesta política solo notamos regresiones autoritarias. Un Presidente que exige al Congreso y al Poder Judicial que actúen como él quiere, un Ejecutivo que omite que la realidad internacional es totalmente diferente que la de hace 50 años, pero que elige el inmovilismo apelando a la Doctrina Estrada. En pocas palabras, un gobierno de añoranzas y desprecio por el futuro.

No auguro un porvenir de progreso en este sexenio. La polarización y la crispación rebasa cualquier límite, incluido el del sentido común. El aparato de propaganda digital del gobierno tiende a catalogar a las voces disidentes con adjetivos ominosos. 

La democracia es un ejercicio que obliga, decía Adenauer, a escuchar. No es posible que se desarrolle en medio del griterío y mucho menos en la estridencia de quienes aseguran tener la única verdad social. 

Arrinconar a la disidencia no hará sino crispar el ambiente al grado de que las palabras no serán suficientes para sostener las ideas de cada bando. Los dictadores juegan a menudo con los límites y los manipulan a conveniencia. 

La gobernabilidad es un elemento estabilizador de la sociedad, y sin estabilidad es complicado que se alcancen altas tasas de crecimiento económico o se construyan instituciones eficientes que resuelvan los conflictos sociales. 

El escenario económico internacional Post-COVID nos exige con una voz más amenazante el cambio de las estructuras tradicionales. Ya no resulta suficiente vivir de los altos precios del petróleo, o de las remesas de los inmigrantes. El motor de nuestra economía debe de ser el mercado interno y la innovación. 

Desafortunadamente, asistimos a una narrativa de lo público que desprecia la disidencia y eso congela el pensamiento técnico. Si la razón no tiene espacio en la conversación colectiva, lo que vemos es el estancamiento. China es un ejemplo claro, pues no ha podido generar innovación ya que quiere emprendedores digitales sin conciencia política, o más, con una sola conciencia, la que diga el Partido Comunista.  

El Libre Mercado no es la solución a todos los males, pero es una herramienta que alienta y da cauce al cuestionamiento. Un emprendedor es un innovador en la medida en la que hace las preguntas incómodas y se avoca a encontrar soluciones más eficientes. 

Es por ello que creo que los emprendedores mexicanos hoy más que nunca, deben de apropiarse del espacio social, no solamente con ideas de negocios, sino también con el valor de encarar las necedades del político tradicional. 

Bajo la falacia de que el Poder político debe de estar por encima del Poder Económico, se nos obliga a aceptar una única verdad: la de quien dirige al Estado a capricho, sin contrapesos y solamente con justificaciones morales. Se nos quiere convencer de que el bono democrático es por sí mismo un evangelio incuestionable. Yo digo que seamos apóstatas de la autoridad, que opongamos ideas inteligentes a los que se consideran creadores de conceptos que no les pertenecen, como el de democracia o el de lucha cívica. 

Por el contrario, hay una tercera narrativa: la de la innovación. El Estado ha tenido que abrirse a conversaciones de índoles social y tecnológica que no comprenden con tanta facilidad los frameworks legales. Y el mercado ha sido golpeado por el avance científico: de las 100 empresas que iniciaron la Bolsa de Valores de Wall Street en el siglo 18, solo quedan 13. 

Por ello, la dicotomía Estado-Mercado como duda irresoluble de la Ciencia Económica, tiene que abrirse a la posibilidad de ese tercer acto: la innovación golpea con fuerza a las sociedades, a las empresas, a los gobiernos. Son necesarios nuevos paradigmas (tenemos que buscarlos), para enfrentar al mismo tiempo, un mundo cada vez más digital, con una política creada y escrita por plumas bien intencionadas, pero del siglo antepasado.

Quienes hemos competido en el extranjero, tanto en temas de emprendimiento como de academia, encontramos que el atraso nacional en muchas áreas, como la educativa, no solo frena el progreso, sino que promueve la pobreza. Pero que, si hay mentes y corazones dispuestos a romper esquemas, es posible crear soluciones sociales que ayuden a ascender, ayudar, curar, al agravio de un país que en el COVID aumentó el desempleo y la desigualdad.

¿Qué debe de hacerse en estos escenarios? Seguir la crítica. Callar ante los errores del obradorismo se convierte en complicidad. Tenemos que estar obligados a recuperar el humor, la voluntad de cuestionar al poder y hasta de burlarnos de él. No, los emprendedores no le debemos pleitesía a nadie, salvo a las ideas probadas y a la rebeldía permanente. 

Si el liberalismo no pudo explicar esos rompimientos sociales, el populismo no es la solución. Necesitamos crear un tercer paradigma, actualizar los postulados económicos de las ciencias sociales para que la libertad no sea detenida y siga siendo la primera y más importante de las búsquedas del ser humano.

Solamente así le daremos a los ciudadanos el poder del cambio social y evitaremos que los tiempos de la incompetencia nos rebasen.

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