He escrito dos libros. Estoy por publicar un tercero. Y sin embargo, cada vez que termino una historia, lo que me queda no es la satisfacción del punto final, sino una pregunta que me persigue como un zumbido en el oído: ¿el texto terminó conmigo o yo con él?
Porque aquí está la verdad que ningún taller de escritura te dice: la prosa de horror no describe el miedo. Lo transmite. Como un virus. Como una maldición que salta de la página a la memoria del lector y se queda ahí, reproduciéndose. Stephen King es un maestro de lo doméstico inquietante. Sabe cómo hacer que un pasillo familiar se vuelva amenazante, cómo convertir un hotel en un organismo vivo. Pero hay algo más allá de eso. Algo que yo he estado explorando mientras escribo El abismo, mi incursión deliberada en el horror: hacer que el lenguaje mismo sea la contaminación. No hablo de metáforas bonitas. Hablo de prosa que funciona como trampa cognitiva.
Prueba esto: escribe una frase que cambie de sentido cuando el lector la relee. No porque sea ambigua, sino porque la segunda lectura revela algo que no estaba ahí la primera vez. O que sí estaba, pero el cerebro lo filtró. El lector se pregunta: ¿cómo no lo vi? O mejor: introduce un nombre propio tres páginas antes de presentar al personaje. Sin explicación. Sin contexto. Como si el narrador ya supiera que ese nombre debería significar algo. El lector lo pasa por alto la primera vez, pero cuando llega al momento de la presentación formal, algo en su mente susurra: ya había escuchado ese nombre. Eso es intrusión cognitiva. El efecto Zeigarnik trabajando a tu favor: la mente retiene lo inconcluso con más fuerza que lo resuelto. El lector cierra el libro, pero las frases siguen ahí, repitiéndose. Buscando sentido. Encontrándolo en lugares donde nunca lo pusiste.
Lo que más me interesa ahora son los verbos que se aplican a objetos incapaces de actuar. No como metáfora, sino como afirmación literal dentro del mundo narrativo. El reloj me perdonó… pero el espejo aún me recuerda. Lee esa frase otra vez. Tu cerebro quiere convertirla en metáfora. Quiere domesticarla. Pero si la dejas tal cual, si la plantas en medio de una escena sin suavizarla con “parecía que” o “como si”, algo se rompe en la lógica del mundo. Y esa fractura es donde vive el verdadero horror. Porque el miedo no está en el monstruo. Está en la sensación de que las reglas del universo dejaron de aplicarse sin que nadie te avisara.
Mis dos libros anteriores, Conversaciones en la Penumbra y La Deuda de los Olvidados, no eran horror explícito, pero estaban construidos sobre la misma premisa: la atmósfera como contagio. Cada escena diseñada para dejar un residuo emocional. Cada capítulo, una infección lenta. Los lectores me decían: “No pude dejar de pensar en esa frase durante días.” Eso es lo que busco. No el susto. No el giro argumental. Sino la frase que se queda. La que reaparece en tu cabeza a las tres de la mañana. La que te hace dudar de algo que creías entender.
Escribir horror no es describir cosas horribles. Es construir lenguaje que se comporta como una entidad autónoma. Que infecta. Que persigue al lector fuera de la página. Cuando termino una sesión de escritura para El abismo, a veces me quedo mirando el texto y pienso: esto ya no me pertenece. Ya tiene vida propia. Ya está buscando a quién contagiar. Y si hice bien mi trabajo, el próximo contagiado serás tú.
Porque las mejores historias de horror no terminan cuando cierras el libro. Apenas empiezan.




