Cuando el nombre de Eduardo Ortiz vuelve a colocarse en la conversación pública por un litigio mercantil iniciado en 1998, queda claro que el problema ya no es únicamente jurídico. Lo que está en juego es la credibilidad de un proceso que, más de dos décadas después, sigue sin ofrecer una resolución clara y definitiva.
Porque este caso no trata, en el fondo, de si existió o no un préstamo. Eso quedó zanjado hace años. El verdadero debate gira alrededor de una pregunta mucho más incómoda: ¿quién tiene hoy el derecho legítimo de cobrarlo y bajo qué documentos?
El expediente se ha llenado de ruido: embargos polémicos, denuncias penales, señalamientos de falsificación y alusiones a influencias políticas. Y, como suele ocurrir, en medio de ese ruido aparece un dato que nadie ha logrado explicar con claridad: la ratificación, en 2014, de un contrato sustentado en una credencial de elector expedida en 2015.
No es un tecnicismo menor ni un argumento retórico. Es una imposibilidad material. Y cuando una imposibilidad material sostiene un acto jurídico, la duda deja de ser razonable y se vuelve obligatoria.
La defensa de Eduardo Ortiz ha construido su postura pública y legal sobre ese punto. No como una estrategia para evadir responsabilidades, sino como una reacción frente a lo que consideran un intento de ejecución basado en documentos viciados de origen. Del otro lado, el abogado cesionario sostiene que la cesión es válida, que está inscrita y que el verdadero problema ha sido la cadena interminable de recursos legales.
En ese choque de narrativas, el expediente se politiza. Se habla de cargos, de influencias, de poder. Pero se habla poco de la fe pública notarial, de la obligación de los jueces de revisar con lupa los documentos base y del impacto que tiene retirar bienes de un domicilio cuando aún existen recursos pendientes.
Lo más delicado es que, mientras el debate se traslada a los medios, los actos de fuerza ya ocurrieron: muebles retirados, domicilios intervenidos, denuncias por amenazas y señalamientos que rozan lo penal. Y eso ya no es solo un pleito entre abogados; es un problema institucional.
El caso de Eduardo Ortiz no necesita más ruido ni más adjetivos. Necesita una respuesta judicial clara, técnica y definitiva. Necesita que alguien diga, sin ambigüedades, si el documento es válido o es falso, si los embargos proceden o deben revertirse, y si hubo abuso de la fe pública o abuso del derecho de defensa.
Hasta que eso no ocurra, el expediente seguirá sonando.
Y cuando el río suena, casi siempre, es porque la justicia sigue sin fluir.




