El mundo no está hecho para nosotros: autista

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Hay frases que no se olvidan porque nacen de una experiencia profunda. Algunas palabras vuelan desde la herida, pero otras desde la claridad. “El problema no es el autismo, sino que el mundo no es diseñado para nosotros”, dijo Alonso Gradilla Campos, un joven sinaloense de 15 años, durante el Congreso La Voz de la Inclusión y la Neurodiversidad. La frase se quedó flotando en el aire, luminosa, precisa, inevitable.
No era un reclamo. Tampoco una denuncia. Era la simple y contundente descripción de una realidad.
Alonso subió al estrado acompañado de su madre. De mirada inquieta, manos que parecían traducir el pensamiento en movimiento, voz pausada y cálida, habló sin temblar. Su tono no era de queja ni de dramatismo, sino de una serenidad profundamente lúcida. Mientras explicaba cómo percibe los ruidos, las luces y los espacios, en el auditorio se hizo un silencio distinto: un silencio que escucha. Algunos se acomodaron en la silla, otros bajaron la mirada como quien se enfrenta a una verdad que no había querido ver. Había algo tierno y algo firme en su manera de hablar; una sabiduría que no se impone, pero que nadie podría negar. Era, simplemente, la verdad dicha desde el cuerpo, desde la experiencia, desde la vida.
La educación en México —y en Sinaloa también— ha intentado adoptar discursos de inclusión. Existen programas, talleres, reglamentos y capacitaciones. Se habla de integración, de igualdad de oportunidades, de respeto a la diversidad. Pero aún duele, porque todavía se simula mucho. Como escribió Albert Camus, “nombrar bien las cosas es el primer paso para no aumentar la desdicha del mundo”, y aún no sabemos nombrar, enfrentar, ni acompañar estas realidades de manera completa.
Lo sabe cualquier madre o padre que ha llorado en silencio mientras intenta descifrar el entorno para su hijo. Lo sabe quien acompaña, quien sostiene, quien lucha contra la indiferencia en pasillos escolares, ventanillas administrativas, consultorios fríos y reuniones donde se decide quién “cabe” y quién no.
Hay esfuerzos auténticos, sí. Hay gente que siente este tema en el corazón. No se puede negar. Madres que aprenden a ser especialistas sin querer serlo, padres que se vuelven traductores del mundo y, también, algunas instituciones que intentan construir espacios más humanos.
Pero también es cierto que en muchos lugares se vive la exclusión velada, la discriminación silenciosa, el maltrato que se disfraza de norma. Directivos incapaces de ver más allá del reglamento, maestros que nunca fueron formados para entender la neurodiversidad, estudiantes que repiten burlas sin comprender el daño que causan. Y entre todo eso, niños y adolescentes que viven en alerta constante, navegando estímulos que los agreden sin que nadie lo note.
La neurodiversidad no es una moda ni una bandera. Es una realidad humana tan antigua como la humanidad misma. El mundo —nuestro mundo— está construido para la uniformidad: horarios rígidos, luces intensas, ruidos constantes, entornos acelerados. Una estructura diseñada para un tipo de mente, como si sólo existiera una.
Pero la vida, afortunadamente, es más amplia que cualquier molde.
Alonso no pidió lástima. No pidió privilegios. Pidió algo profundamente humano: reconocimiento, espacio y dignidad. Pidió que el mundo sea un poco más amable, más flexible, más atento. Que se diseñe para todos y no sólo para algunos.
Y quizá ahí está el núcleo de todo esto: la inclusión no se decreta, se practica. No se presume, se aprende. No se simula, se vive.
Como escribió Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Si eso es cierto, debemos preguntarnos qué patria estamos construyendo para nuestros niños y niñas. ¿Una donde tengan que ocultarse para sobrevivir? ¿O una donde puedan ser quienes son sin pedir permiso?
Todavía estamos a tiempo de elegir.
La inclusión verdadera no empieza en un congreso ni termina en una política pública. Comienza en la forma en que miramos a otro ser humano.
Comienza en nosotros.

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