Cuando escuché que Adam Sandler volvía a ponerse en los zapatos de Happy Gilmore, confieso que dudé. La comedia deportiva que en los noventa se volvió culto parecía intocable. Sin embargo, desde los primeros minutos entendí que esta secuela no es solo un eco del pasado, sino una película que respira con fuerza propia.
En Happy Gilmore 2 encontré un homenaje a la memoria cinéfila, lleno de referencias al primer filme, pero también un guiño a nuestro presente: la risa como resistencia cultural, como antídoto frente a la solemnidad. Sandler demuestra que el humor, cuando se juega con pasión, no envejece; al contrario, se vuelve un testimonio de cómo seguimos buscando alivio en lo absurdo.
Este análisis lo hago no solo como espectador, sino como cómplice del cine que nos recuerda que, entre swings imposibles y carcajadas desbordadas, la vida misma puede ser tan impredecible como un torneo de golf.