La batalla por el nuevo orden: del despojo imperial al surgimiento de un mundo multipolar

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La guerra desatada en Medio Oriente no es solo el colapso del viejo equilibrio regional, es también el síntoma inequívoco del agotamiento del orden global construido tras la Segunda Guerra Mundial. El proyecto imperial de Occidente se sostiene hoy a través de la violencia sistemática, las invasiones preventivas y el saqueo institucionalizado disfrazado de comercio internacional. Frente a ese esquema hegemónico, se ha ido articulando lentamente un nuevo eje global que desafía los principios de dominación financiera y militar de Estados Unidos y Europa. Rusia, China, Irán, India, Sudáfrica y sus aliados configuran una arquitectura emergente que, aunque aún incompleta y contradictoria, representa la posibilidad real de un mundo multipolar, donde las decisiones globales no estén subordinadas a los intereses exclusivos de Washington y Bruselas. Esta disputa no es ideológica: es estructural. Las élites del capital transnacional, incapaces de mantener su dominio a través del consenso, han optado por la guerra como única vía para prolongar su control. Y el campo de batalla se ha desplazado al corazón del Medio Oriente porque allí convergen, como en ningún otro lugar, las rutas energéticas, los corredores comerciales y las resistencias políticas que pueden sellar el destino del viejo orden imperial.


En este contexto, México se encuentra en una posición ambigua, incierta y peligrosa. Formalmente, México mantiene discursos diplomáticos de respeto a la soberanía de los pueblos, pronuncia condenas a las masacres más evidentes y en ocasiones levanta la voz contra el colonialismo israelí o las intervenciones extranjeras. Pero detrás de esos gestos superficiales, México sigue siendo funcional al sistema hegemónico occidental. Los tratados comerciales, los acuerdos energéticos, las políticas migratorias subordinadas a Washington y la permisividad frente a la militarización de su territorio por parte de Estados Unidos revelan una realidad incómoda: México es hoy una pieza, aunque secundaria, en la arquitectura del despojo global. Los megaproyectos promovidos internamente, como el Tren Maya o el Corredor Interoceánico del Istmo, aunque presentados como mecanismos de desarrollo regional, están profundamente entrelazados con las rutas logísticas del capital internacional. Las infraestructuras mexicanas no se diseñan únicamente para beneficio de los pueblos originarios o de los sectores populares del país, sino como parte de un engranaje mayor que busca fortalecer los circuitos comerciales controlados por Estados Unidos frente a sus competidores globales. Bajo el disfraz de progreso se oculta una lógica funcional al proyecto imperial que hoy arrasa Palestina y bombardea Irán.

La tragedia es que, si México no redefine su posición internacional, puede terminar siendo cómplice involuntario o silencioso del despojo que sufre el sur global. No basta con discursos ocasionales de solidaridad mientras se firman acuerdos con quienes financian el exterminio de pueblos enteros. La neutralidad diplomática en este momento histórico no es inocencia: es complicidad. México se encuentra en la disyuntiva más importante de su historia reciente. Puede seguir siendo un peón resignado en el tablero de la geopolítica imperial, contribuyendo indirectamente a los despojos, las guerras y los desplazamientos forzados que hoy azotan a millones de seres humanos, o puede, por primera vez en décadas, atreverse a construir una política exterior verdaderamente soberana, alineada no con las potencias destructoras, sino con los pueblos que resisten.

No se trata de ingenuidad ni de romanticismo político. Se trata de reconocer que el mundo ya ha cambiado y que las potencias emergentes ofrecen, a pesar de sus contradicciones, la posibilidad real de construir alianzas más justas, horizontales y respetuosas. Persistir en el sometimiento a Washington es condenar a México a seguir siendo un engranaje menor del viejo imperialismo decadente.

Pero abrirse a nuevas alianzas, caminar junto a los pueblos que hoy defienden no solo sus recursos, sino su dignidad frente al capital transnacional, es una oportunidad histórica para redefinir nuestro papel en el mundo. México no tiene por qué seguir siendo frontera del imperio. Puede ser puente de dignidad, de soberanía y de resistencia global.

La disyuntiva está planteada: ¿seguiremos siendo espectadores de la barbarie o seremos parte activa de una transformación profunda que le devuelva al mundo la esperanza de un futuro distinto? La historia juzgará no solo a los que bombardearon pueblos enteros, sino también a quienes, desde la comodidad del silencio, eligieron no hacer nada.

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