En Badiraguato, dos niñas murieron tras un ataque a balazos. No estaban en una zona de guerra, aunque cada vez se le parezca más. Estaban en su comunidad, en su entorno cotidiano, donde la violencia se ha vuelto parte del paisaje. Junto a ellas, otras personas resultaron heridas, entre ellas un adolescente de apenas 12 años. La escena no es un hecho aislado, sino parte de una espiral que parece no tener fin.
No estamos solo perdiendo vidas. Estamos perdiendo la capacidad de ver en los ojos de un niño la promesa de un mundo mejor. Estamos convirtiendo las risas en silencios, los juegos en alertas, y los patios escolares en trincheras emocionales. Cada vez que una bala alcanza a un menor, no solo cae una víctima: cae también nuestra responsabilidad, nuestra vergüenza.
No hay justificación ni consuelo posible cuando un niño muere por una bala perdida. Cuando nuestras infancias mueren por un enfrentamiento entre adultos que decidieron convertir nuestras calles en campos de batalla, lo que muere también es una parte de nuestra humanidad.
La ola de violencia que azota a Sinaloa desde el 9 de septiembre de 2024. En cuestión de semanas se convirtió en rutina, y hoy, a casi ocho meses, hemos acumulado escenas de terror, duelo y miedo que se repiten con brutalidad. Lo que comenzó afectando principalmente a la capital y a municipios del centro del estado, hoy se extiende con la misma fuerza y crudeza a otras regiones. Nadie parece estar a salvo. Ni siquiera los niños.
Hace unos días, el país celebraba el Día del Niño. Aquí, en Sinaloa, circularon videos que deberían avergonzarnos profundamente: durante un festejo, justo cuando los pequeños bailaban, una ráfaga de balas interrumpió todo. Los niños se tiraron al suelo y se escondieron. Sabían qué hacer. Lo sabían porque ya han vivido esto antes.
Los niños no deberían aprender a tener miedo. Deberían aprender a soñar. Deberían crecer jugando, no sobreviviendo. Esta no es solo una crisis de seguridad; es una crisis moral, una que nos está arrebatando lo más sagrado: la inocencia.
¿Cuántas veces más vamos a tolerar que la infancia se viva entre balas? ¿Cuántos cuerpos pequeños más vamos a enterrar?