La falacia del bien y el mal, repensando los mitos en la política

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A lo largo de la historia, una sombra oscura ha ensombrecido el panorama político: el maniqueísmo. Esta antigua doctrina dualista, que concibe al mundo como un eterno enfrentamiento entre las fuerzas del Bien y el Mal, ha permeado la esfera pública, reduciendo los matices de la política a una simplista batalla entre “buenos” y “malvados”. Sin embargo, esta visión binaria y reduccionista no solo es obsoleta, sino peligrosa para la salud de nuestras democracias. Es hora de abandonar el maniqueísmo político y abrazar la riqueza y complejidad de los intereses y perspectivas que confluyen en la arena pública.

El maniqueísmo, heredero del gnosticismo, plantea un cosmos regido por dos principios antagónicos: la Luz y las Tinieblas, el Bien y el Mal, en una contienda cósmica sin fin. Esta concepción dualista se ha infiltrado en la política, dividiendo a los actores en bandos irreconciliables: los “buenos”, portadores de la verdad y la virtud, contra los “malvados”, encarnaciones del error y el mal. Desde esta óptica, el adversario político no es simplemente un oponente, sino un demonio a derrotar, un enemigo a eliminar.

Esta mentalidad maniquea ha llevado a terribles consecuencias históricas. En la Unión Soviética y China, los regímenes comunistas enviaron a millones de “enemigos del pueblo” a campos de concentración, en una cruzada por erradicar el “mal”. En el otro extremo, las dictaduras militares de derecha en Chile y Argentina justificaron la eliminación brutal de sus “enemigos” en nombre de la defensa del “bien” social. El maniqueísmo político abrió las puertas a tiranías de ambos signos.

Hoy, cuando nos acercamos a las elecciones del 2 de junio, es imperativo trascender esta lógica maniquea. El votante no debe guiarse por una visión simplista de “buenos” contra “malos”, sino por un análisis profundo de quiénes representan realmente sus intereses, su visión del mundo y sus ideales. La política democrática no es un lienzo en blanco y negro, sino una rica paleta de grises donde confluyen y chocan múltiples perspectivas, intereses y agendas.

Caer en el maniqueísmo político es ceder a la tentación de la superioridad moral, creyendo poseer el monopolio de la verdad y la virtud. Es cerrarse a la autocrítica y demonizar al adversario, negando toda motivación legítima en sus acciones. Esta ceguera conduce a una polarización tóxica que socava el diálogo y el consenso, pilares fundamentales de la democracia.

En su lugar, debemos cultivar una mirada más matizada y empática hacia nuestros oponentes políticos. Reconocer que, incluso en aquellos con quienes discrepamos profundamente, pueden existir motivaciones nobles y un anhelo genuino por el bienestar común. Sólo al comprender las complejidades de las perspectivas ajenas podremos trascender las divisiones maniqueas y construir un diálogo fructífero en pos del progreso.

La política es un tapiz intrincado, donde se entrelazan intereses políticos, económicos, sociales y culturales diversos y, a menudo, contrapuestos. Reducirla a una batalla entre el bien y el mal absolutos es una falacia que entorpece el avance y alimenta la polarización. En estas elecciones, miremos más allá de las etiquetas maniqueas y juzguemos a los candidatos por sus propuestas concretas, sus trayectorias y su capacidad para representar los anhelos de una nación diversa y matizada.

Abandonemos las sombras del maniqueísmo político y abracemos la luz de la comprensión, el análisis riguroso y el diálogo constructivo. Sólo así podremos sanar las heridas de la división y construir una democracia sólida y vibrante, capaz de canalizar la pluralidad de voces e intereses que conforman el rico tejido de nuestra sociedad.

En un mundo cada vez más complejo e interdependiente, el maniqueísmo político es un lastre que nos mantiene anclados en el pasado. Es hora de dar un paso hacia adelante, de evolucionar hacia una política más madura, más inclusiva y más comprensiva. Una política que no divida, sino que una; que no condene, sino que dialogue; que no destruya, sino que construya puentes entre diferentes cosmovisiones.

La democracia no es un campo de batalla entre el bien y el mal absolutos, sino un vasto terreno de matices donde se cultiva el entendimiento mutuo, el respeto por las diferencias y la búsqueda colectiva del bienestar común. En estas elecciones, abracemos esa riqueza de perspectivas, dejemos atrás los reduccionismos maniqueos y avancemos juntos hacia un nuevo amanecer para nuestra democracia.

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