“El infierno en la tierra”. Así ha calificado el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, a la cruda realidad que se vive en la Franja de Gaza. Y no es para menos. Esta estrecha franja de tierra de tan sólo 365 km2 alberga a 1,6 millones de personas palestinas, más de la mitad menores de edad, convirtiendo a Gaza en uno de los lugares más densamente poblados del mundo.
Pero las abrumadoras cifras humanitarias que emanan de este territorio pintado de grises son mucho más estremecedoras: un 38% sumido en la pobreza extrema, más del 54% padeciendo inseguridad alimentaria, un 75% dependiendo de ayuda humanitaria para sobrevivir. Un panorama desolador que se profundiza cuando el bloqueo israelí impuesto desde 2007 restringe el acceso a tierras agrícolas, aguas pesqueras, suministros vitales como electricidad, alimentos, agua potable y medicinas.
Gaza se ha convertido en la máxima expresión de un conflicto que lleva décadas atrapado en un círculo vicioso de violencia, sufrimiento y represalias sin fin. Un baño de sangre que se remonta a 1948 y la llamada “Nakba” o catástrofe palestina, cuando la mitad de la población árabe fue expulsada o huyó del territorio durante la guerra por la creación del Estado de Israel.
Setenta y cinco años después, la comunidad internacional ha sido incapaz de revertir ni resolver esta crisis humanitaria enquistada. Las resoluciones de la ONU reconociendo el derecho al retorno de los más de 5 millones de refugiados palestinos han sido incumplidas sistemáticamente. Y cada nuevo estallido bélico, como la brutal ofensiva israelí del pasado octubre, sólo ha servido para agravar las heridas y sumar más víctimas inocentes a esta interminable tragedia.
En apenas cinco días de bombardeos, 21.600 palestinos fallecieron, un tercio de ellos niños y niñas. Cientos de hogares, escuelas, hospitales e infraestructuras vitales quedaron arrasados, forzando el desplazamiento de 1,9 millones de personas, en una población ya de por sí desarraigada. Una auténtica catástrofe humanitaria que hasta el personal médico y los trabajadores de prensa sufrieron en carne propia, con instalaciones atacadas y vidas segadas.
Pero esta violencia desproporcionada y las políticas de aislamiento y bloqueo no son más que la cara visible de un sistema institucionalizado de segregación, discriminación y apartheid que Israel ha impuesto sobre la población palestina, tanto en Gaza y Cisjordania como en el propio territorio israelí.
Las nuevas leyes aprobadas facilitan la retirada arbitraria de ciudadanías y residencias. Las políticas de desposesión de tierras, demolición de viviendas, hostigamiento de colonos y desplazamientos forzados de comunidades enteras se han intensificado. Y el liderazgo israelí más extremista ha normalizado el discurso de odio racial y la anexión de territorios ocupados.
En un entorno tan tóxico y volátil, cualquier atisbo de esperanza por una solución negociada se desvanece. La violencia a pequeña y gran escala, los ataques indiscriminados contra civiles por parte de grupos armados palestinos, sólo alientan una espiral de represalias y más sufrimiento sin resolver las causas profundas del conflicto.
Porque al final, la verdadera tragedia no es sólo la situación dantesca de Gaza. Es la perpetuación de un statu quo inaceptable que normaliza la opresión, anula el diálogo y condena a millones de personas, palestinas e israelíes, a vivir sin la elemental seguridad y libertad a las que todo ser humano tiene derecho.
Hacer reales los anhelos de paz, autodeterminación y convivencia pasa indefectiblemente por desenterrar las raíces de esta crisis enquistada, reconociendo agravios históricos y explorando caminos de reconciliación, justicia transicional y reconstrucción de la confianza entre las partes.
Gaza no puede seguir siendo el “infierno en la tierra” que avergüenza a la humanidad. Debe convertirse en el punto de partida para desactivar de una vez por todas, esta interminable tragedia, antes de que la desesperanza termine por dinamitar cualquier atisbo de solución pacífica y digna. El futuro de palestinos e israelíes, su derecho a una vida en libertad y seguridad, depende de ello.