Palestina: Una herida abierta que no deja de sangrar

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En el intrincado laberinto de los conflictos mundiales, pocos han sido tan persistentes y desgarradores como el que enfrenta a Israel y Palestina. Una herida abierta que no deja de sangrar, producto de una historia plagada de injusticias, colonización y expulsiones forzadas. ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Y cuándo se detendrá el sufrimiento del pueblo palestino?

Las raíces de este conflicto se hunden en el pasado, en las postrimerías del siglo XIX, cuando el movimiento sionista, una doctrina nacionalista e intrínsecamente colonial, echó a andar sus planes de establecer un Estado judío en Palestina. Irónicamente, los propios fundadores del sionismo, como Theodor Herzl, no tenían a Palestina como prioridad inicial, sopesando incluso la posibilidad de asentarse en lugares como Argentina, Uganda o el Congo.

Pero la “poderosa leyenda religiosa” que rodeaba a Palestina resultó demasiado tentadora, a pesar de que la mayoría de los líderes sionistas se declaraban ateos o “no creyentes”. Así comenzó un proyecto colonial que buscaba la gradual apropiación del territorio a través de colonias, contando con el apoyo de simpatizantes británicos como el banquero Lionel Walter Rothschild.

Los acuerdos secretos de Sykes-Picot en 1916 y la posterior Declaración Balfour de 1917 sentaron las bases para esta colonización sionista de la Palestina histórica. Las potencias occidentales, cegadas por sus ambiciones imperialistas, ignoraron los derechos del pueblo palestino y allanaron el camino para una tragedia humana sin precedentes.

La partición de Palestina en 1947, aprobada por unas Naciones Unidas recién formadas, fue el punto de no retorno. A pesar de que la población árabe era mayoritaria y poseía la mayor parte de las tierras, se les arrebató más de la mitad del territorio para formar el Estado judío. Una injusticia flagrante que desencadenó la expulsión forzada de entre 750,000 y 800,000 palestinos de sus hogares y tierras, en lo que se conoce como la “Nakba” o catástrofe.

Desde entonces, el pueblo palestino ha sido disgregado, disperso por el mundo como refugiados, negándoseles el derecho fundamental de regresar a sus hogares. Una situación que perdura hasta el día de hoy, convirtiéndose en un permanente recordatorio de la crueldad y la indiferencia de la comunidad internacional.

Pero la tragedia no termina ahí. La ocupación israelí de Cisjordania y Gaza ha sido un calvario interminable para los palestinos que aún residen en esos territorios. Asentamientos ilegales, restricciones de movimiento, demolición de viviendas y una constante violación de los derechos humanos han sido el pan de cada día para esta población oprimida.

¿Acaso no es esto un genocidio en cámara lenta? ¿Cómo podemos permanecer impasibles ante la sistemática destrucción de un pueblo, su cultura y su identidad? La comunidad internacional debe alzar su voz y exigir un alto al fuego inmediato, la retirada de las fuerzas de ocupación y el respeto al derecho internacional.

Pero no basta con condenar a Israel. También debemos cuestionar nuestro propio papel en esta tragedia. ¿Acaso no hemos sido cómplices silenciosos al permitir que esta injusticia se perpetúe durante décadas? ¿No hemos contribuido, con nuestro silencio y nuestra inacción, a la perpetuación de este ciclo de violencia y opresión?

Es hora de romper el silencio y alzar la voz por Palestina. Es hora de exigir justicia y reparación para un pueblo que ha sido despojado de su tierra, su dignidad y su futuro. Es hora de ser testigos activos de la historia y no meros espectadores pasivos.

Porque mientras la sangre siga corriendo en las calles de Gaza y Cisjordania, mientras los niños palestinos sigan siendo privados de su infancia y su libertad, ninguno de nosotros podrá reclamar con orgullo ser un defensor de los derechos humanos.

La herida de Palestina sigue abierta, sangrando año tras año, década tras década. Es hora de detener esta hemorragia y permitir que la cicatrización comience. Es hora de escribir un nuevo capítulo en esta historia, uno que esté imbuido de justicia, compasión y respeto por la dignidad humana.

¿Estaremos a la altura del desafío? ¿O permitiremos que otra generación de palestinos sea sacrificada en el altar del colonialismo y la opresión? La decisión está en nuestras manos, y el futuro de Palestina depende de nuestro coraje y determinación.

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