La noche que se quedó a vivir en Sinaloa

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De distintos lugares de Sinaloa llegan historias que ya no caben en el pecho. No son rumores ni exageraciones: son relatos de dolor crudo, de sufrimiento prolongado, de un desamparo que se ha vuelto cotidiano. Historias que no se pueden contar con nombres ni direcciones, porque aquí hablar es firmar la sentencia.
Humildes familias campesinas reciben la advertencia como una lápida: “Si entran, ya no salen”. Ya no pueden pisar sus propias parcelas, ya no pueden pastorear su ganado, ya no pueden trabajar la tierra que heredaron de sus padres y abuelos. La tierra, como la vida, les fue arrebatada sin explicación y sin defensa.
Hay ataques con drones cargados de explosivos, casas reducidas a cenizas, levantones, desapariciones que nunca regresan con respuestas. Hay secuestros, asesinatos, cuerpos torturados que no solo buscan matar, sino sembrar terror. Advertencias que circulan de boca en boca: no vayan a tal tienda, no entren a tal lugar, no salgan después de tal hora. Porque equivocarse cuesta la vida.
Los enfrentamientos ya no son solo entre grupos locales. Se dice —y se siente— que gente de otros cárteles ha penetrado nuestra tierra, no solo para pelear guerras ajenas, sino para extorsionar, despojar y lastimar a los sinaloenses. Como si no bastara el infierno que ya conocíamos, ahora llegan más demonios.
Colegios particulares han sido quemados. Escuelas cerradas. Autoridades mirando sin mirar, escuchando sin oír, reaccionando con una frialdad que duele casi tanto como las balas. Alumnos que dejan sus aulas, niños que aprenden demasiado pronto a tirarse pecho a tierra para salvarse. La infancia interrumpida por el estruendo de la violencia.
Denunciar es inútil. Hablar es morir. El miedo ha ganado tanto terreno que la confianza en quienes deberían proteger a la ciudadanía es nula. No hay refugio, no hay red de seguridad, no hay a quién acudir. Solo silencio.
La economía de muchas familias ya no está en crisis: está hundida. Despojadas de todo, expulsadas de su propia vida, naufragan en una desesperanza que no se mide en cifras, sino en lágrimas y estómagos vacíos. Esto va más allá del infortunio. Es la destrucción lenta y sistemática de la dignidad.
“¿Y ahora qué vamos a hacer, papá?”, preguntó un hijo con lágrimas en los ojos, después de que les quitaron todo.
“No lo sé, hijo”, respondió el hombre, abrazando a su familia con impotencia. Sin dinero. Con el refrigerador vacío y la alacena igual de desierta. Con hambre. Con un nudo en la garganta. Con un futuro que se volvió una pregunta sin respuesta.
La oscuridad cae sobre Sinaloa. No de golpe, sino como una sombra que se alarga cada día. La indiferencia se normaliza, la mentira se institucionaliza, la desesperanza se instala. Nos han robado la tranquilidad. Nos han robado la esperanza. Nos han robado la vida tal como la conocíamos.
Esto no puede continuar. Tiene que parar. Porque así no se puede vivir. Así no se puede trabajar. Así no se puede criar a los hijos ni enterrar a los muertos. No es vida.
Y mientras tanto, Sinaloa llora en silencio, porque incluso el llanto se ha vuelto peligroso.

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