La gratitud y su fecha de caducidad

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“La gratitud tiene una fecha de caducidad inmediata”.

Así me lo dijo alguna vez el abogado Antonio Flores Chavoya, en el marco de una conversación larga, llena de anécdotas que parecían novelas breves sobre la condición humana. Aquella charla, tan amena como reveladora, ocurrió en la oficina de su notaría pública. Desde entonces, cada vez que me siento defraudado, esa sentencia regresa como un martillo suave pero certero: no para lastimar, sino para despertar.

Mi abuela materna, Teresa Romero, solía decir frases como: “Hacerle un bien al ingrato es ofenderlo” y “Quien toca tu puerta no te engaña: o te quiere pedir, o te quiere quitar”. Son pensamientos que nunca fallan. Cuánta sabiduría y cuánta razón había en sus palabras.

Escribo estas líneas a partir de algunas “amistades” que en fechas recientes me han defraudado. En especial, de una persona a quien consideré mi amigo. Con él fui solidario en momentos delicados: asuntos relacionados con su salud, con su proyecto de vida y con su desarrollo profesional.

Gracias a mi intervención, obtuvo cosas que difícilmente habría conseguido por sí solo. Incluso lo salvé de una esterilidad prácticamente segura, derivada de una enfermedad venérea. La vida, finalmente, le concedió la bendición de una hermosa descendencia. Fui generoso en invitaciones a comer, con mi tiempo, y en asesorías personales y profesionales sin remuneración alguna; al contrario, siempre pagando las cuentas.

Nunca hice nada esperando algo a cambio, pero sí creyendo que existía un vínculo mínimo de lealtad y memoria. No diré su nombre jamás, y es imposible atinarle sin ser más específico.

Por eso el golpe es más claro cuando, sin más, esa misma persona me negó un favor sencillo: una orientación profesional para mi hijo en un tema del que es especialista, algo que no tenía nada de extraordinario ni le implicaba sacrificio alguno. No pedí privilegios ni concesiones especiales, solo un gesto humano. La negativa, seca y carente de empatía, terminó de desnudar una realidad que me resistía a aceptar: no solo estaba frente a un falso amigo —de lo cual ya había tenido señales—, sino ante alguien moralmente pequeño, un auténtico pendejo.

He pensado mucho en la ingratitud. No como un vicio aislado, sino como un síntoma social. Vivimos en una época que celebra el resultado y olvida el proceso; que aplaude al ganador y borra al que estuvo cuando todo ardía. La gratitud, en ese contexto, se vuelve un gesto frágil, casi ornamental: útil mientras conviene y prescindible cuando estorba.

“Mi esposa siempre ha visto las cosas con mayor claridad. Yo, en cambio, me he equivocado al creer en amistades que no lo eran”, me dijo alguna vez Antonio Flores Chavoya, sin dramatismos.

Y tenía razón. En lo personal, he confiado. He ayudado. He estado. No en asuntos menores, sino en cosas delicadas y trascendentes, de esas que marcan la vida de una persona. No lo he hecho esperando monumentos —aunque me los hayan prometido—; lo he hecho, y lo seguiré haciendo, porque creo en el valor de estar para el otro.
La filosofía ha reflexionado durante siglos sobre la gratitud como virtud. Aristóteles la vinculaba con la amistad verdadera;

Séneca advertía que el beneficio sin memoria se pudre; los estoicos aconsejaban ayudar sin esperar nada, pero también aprender a ajustar expectativas. En lo social, sin embargo, muchas personas han convertido la ingratitud en una normalidad: ayudan mientras conviene y desaparecen cuando la cuenta ya no paga intereses.

No se trata de reclamar ni de cobrar. Se trata de aprender. Yo veo, sé, evalúo y hago ajustes. Sobrevivo. Entiendo que obligar a alguien a ayudar es peor que el rechazo: un favor hecho de mala gana sale caro. Por eso prefiero el “no” honesto —aunque sea amnésico— a la ayuda rencorosa del ingrato. Y por eso también empezaré a decir “no” cuando antes nunca lo hacía. No como castigo, sino como higiene emocional. Ese “no” será solo para esas personas; en lo general, seguiré siendo el mismo.

La gratitud, lo he aprendido, no es una deuda eterna, pero tampoco debería ser un gesto desechable. Debe ser memoria activa. Es ética mínima. Cuando caduca de inmediato, algo más profundo se ha roto.
Seguiré ayudando. Seguiré creyendo. Pero con los ojos abiertos. Porque la vida no se trata de acumular favores, sino de cuidar el alma. Y a veces, cuidar el alma implica aceptar que la gratitud, en muchos, vence el mismo día en que se entrega.

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