Hay un momento preciso en el que una sociedad deja de creer. No es dramático ni repentino. Es el instante en que una abuela abre su sobre de pensión y hace cálculos: medicinas o comida. Es cuando un padre mira a sus hijos y sabe que el esfuerzo de toda una vida no alcanzará para darles lo que él tuvo. En ese momento exacto, las promesas de transformación social se revelan como lo que siempre fueron: palabras huecas flotando sobre el vacío de la miseria administrada.
América Latina en 2025 no está viviendo un simple ciclo electoral adverso. Está presenciando el funeral de una fe colectiva. La victoria de José Antonio Kast en Chile con 58.2% no es solamente un dato estadístico, es el certificado de defunción de la creencia en que la izquierda podía cambiar algo. Once de diecinueve países han girado hacia la derecha radical, pero estos números no capturan la verdadera tragedia: millones de personas que apostaron por el cambio progresista y hoy sienten que fueron estafadas. La alianza Kast-Milei-Peña no surgió de conspiraciones de élites sino del hartazgo visceral de sociedades que pusieron su confianza en gobiernos que prometieron dignidad y entregaron más de lo mismo con distinta retórica.
Argentina y El Salvador representan los dos laboratorios del nuevo orden autoritario, cada uno revelando una dimensión distinta del colapso progresista. Cuando Milei habla de su “terapia de choque” que ha elevado la pobreza al 55%, está describiendo familias enteras que perdieron todo, comercios que cerraron después de tres generaciones, jóvenes profesionales que emigran porque su país se convirtió en un callejón sin salida. Y sin embargo, mantiene apoyo popular. ¿Por qué? Porque al menos es honesto sobre el dolor. No lo disfraza con eufemismos progresistas sobre “procesos de transformación”. El sufrimiento inmediato se ha vuelto preferible a la esperanza diferida que nunca llega.
Bukele, con 85% de aprobación, gobierna mediante un pacto fáustico que la población acepta conscientemente: renuncien a sus derechos y yo les daré calles donde puedan caminar sin miedo. Y la gente acepta. No porque sean autoritarios por naturaleza, sino porque están cansados de vivir con terror. Cada madre que puede enviar a su hijo a la escuela sin temer que no regrese es cómplice consciente de la muerte de su democracia. Y lo sabe. Y aun así, elige la paz autoritaria sobre la violencia democrática. Este no es cinismo político —es desesperación metastásica convertida en pragmatismo brutal. Lo que Bukele ofrece no es una ideología sino una transacción existencial: libertad a cambio de supervivencia.
El retorno de Trump cataliza esta transformación pero no la causa. Su modelo de coerción económica mediante amenazas arancelarias simplemente expone la verdad que la izquierda latinoamericana nunca quiso admitir: la soberanía nacional es una ficción cuando tu economía depende del capricho de un solo comprador. Los líderes de derecha que hablan el “idioma transaccional” de Trump no están traicionando a sus países, están admitiendo en voz alta lo que todos ya sabían: que América Latina negocia desde la debilidad, no desde la fuerza. Esta honestidad brutal sobre nuestra subordinación, por más dolorosa que sea, resulta menos insultante que la retórica grandilocuente de líderes progresistas que prometen independencia que no pueden entregar.
Pero nada expone más crudamente el fracaso progresista que el colapso del pacto redistributivo. Setenta por ciento de adultos mayores sobreviviendo bajo el umbral de pobreza no es un problema de política pública, es una traición generacional. Estos son los hombres y mujeres que construyeron las naciones latinoamericanas bajo la promesa de un retiro digno. Cada pensionista que tiene que elegir entre medicinas y comida es un recordatorio viviente del fracaso del proyecto redistributivo. Cada abuela que depende de la caridad de sus hijos es evidencia de que el Estado de bienestar progresista fue siempre una fantasía cruel.
Los programas de transferencias directas son el insulto final. Cuando un gobierno entrega dinero pero no genera empleos dignos, no reforma el sistema de pensiones, no construye servicios públicos de calidad, está diciendo implícitamente: “Ustedes siempre serán pobres, pero al menos no morirán de hambre.” Esta es la muerte de la promesa emancipatoria. El reconocimiento tácito de que la izquierda ya no cree en la posibilidad de igualdad real, solo en la gestión eficiente de la desigualdad.
La emergencia de una “nueva casta” corrupta completa el ciclo de desencanto. Morena en México, que se fundó sobre la promesa de terminar con la “mafia del poder”, genera sus propios nuevos ricos. Esta traición no genera enojo, genera algo mucho peor: la convicción de que todos los políticos son iguales, que la esperanza es para ingenuos, que el cambio es imposible.
El giro autoritario en América Latina no es una aberración, es una respuesta lógica al colapso de las instituciones democráticas para entregar lo mínimo que cualquier sociedad necesita: seguridad física y perspectiva de futuro. Cuando la democracia se convierte en sinónimo de caos, corrupción y empobrecimiento, la población no abandona la democracia por autoritarismo, elige sobrevivir. Esta es la verdad incómoda: millones de latinoamericanos no están votando por la derecha radical porque sean fascistas o ignorantes. Están votando así porque la izquierda los decepcionó tan profundamente que están dispuestos a probar cualquier alternativa, por más extrema que sea.
México observa todo esto y reconoce su propio reflejo. El crimen organizado no controla territorios, controla vidas, el Estado no es débil, es irrelevante. Y la respuesta de “abrazos, no balazos” que en algún momento pudo sonar humanista, hoy suena a rendición. Los mexicanos miran a El Salvador y ven calles tranquilas bajo Bukele, y no piensan en teoría democrática, piensan en sus hijos volviendo seguros a casa.
La pregunta no es si México seguirá el mismo camino, sino cuánto falta para que algún líder autoritario articule la frustración acumulada en un proyecto político coherente. Todos los elementos están en su lugar: violencia descontrolada, corrupción en el gobierno progresista, programas sociales que no resuelven nada estructural, una clase media que siente que pierde mientras subsidia a otros. Solo falta el catalizador. Y cuando llegue ese momento —y llegará— millones de mexicanos que alguna vez creyeron en la transformación pacífica votarán por la mano dura. No porque amen el autoritarismo, sino porque ya no les queda esperanza en nada más.
El próximo ciclo político latinoamericano será definido no por ideas sino por la magnitud del desencanto. La democracia liberal se revela como forma política que solo funciona cuando puede garantizar prosperidad y seguridad mínimas. Cuando colapsa en ambos frentes, la población no defiende instituciones abstractas.
América Latina está aprendiendo la lección más amarga: que es posible perder la fe en la democracia sin convertirse en autoritario, simplemente dejando de creer que hay alternativa al caos. Y cuando una sociedad llega a ese punto, cuando el cinismo reemplaza a la esperanza, ya no importa quién gobierna. Todos saben que el barco se hunde. La única pregunta es qué tan rápido.




