Dos episodios recientes y dolorosos, ambos protagonizados por vehículos oficiales, sacuden la conciencia de Culiacán y exigen más que palabras: exigen responsabilidad, justicia y cambios reales.
El primero sucedió el domingo 9 de noviembre de 2025 en la colonia Colonia Benito Juárez (también conocida como “Mazatlán”) al sur de la capital sinaloense. El comerciante de mariscos José Luis “N”, conocido como “El Chapo de los Mariscos”, atendía su punto sobre la avenida Avenida Venustiano Carranza casi esquina con el bulevar Gabriel Leyva Solano cuando una camioneta oficial blanca, con logotipos del gobierno federal (se ha mencionado la Secretaría de Bienestar) lo embistió, volteó su carreta y le quitó la vida.
Testigos relataron que el conductor circulaba a exceso de velocidad, siguió adelante y luego chocó contra un poste, presentando daños severos en la parte frontal.
La dependencia señaló que el presunto responsable, identificado como Joel “N”, servidor público, fue detenido en el lugar de los hechos, pero actualmente enfrenta este proceso por homicidio culposo en libertad.
El segundo caso ocurrió apenas el miércoles 13 de noviembre de 2025, alrededor de las 22:30 horas, sobre el bulevar Francisco I. Madero en el centro de Culiacán. Una camioneta Chevrolet blanca adscrita a la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano (Sedatu) circulaba de oriente a poniente, impactó una motoneta que tripulaba una mujer, la lanzó sobre otro vehículo y luego el conductor huyó. A dos calles de distancia perdió el control, subió al camellón, derribó un arbotante y atropelló a un hombre en situación de calle.
El chofer finalmente fue detenido luego de la persecución ciudadana y policial.
Estos dos casos tienen en común no sólo los resultados trágicos (una muerte y múltiples heridas), sino el agravante de que los vehículos eran de uso oficial, y que los conductores —según versiones— manejaban en estado de ebriedad o al menos en condiciones imposibles de justificar. Ambos detenidos en flagrancia en el lugar de los hechos.
Eso los coloca en otra categoría de responsabilidad, porque no eran particulares ignorando el reglamento: eran servidores públicos a los que el Estado les confió un vehículo y, en cierto sentido, una responsabilidad.
Es en ese punto donde salta la pregunta que muchos ciudadanos nos hacemos: si un particular cometiera esos mismos delitos —arrollar a un vendedor ambulante o herir a varios, intentar huir, manejar ebrio— ¿gozaría de la impunidad que hasta ahora parece rodear a estas personas? Lo más probable es que no. Y es precisamente esa desigualdad lo que socava la confianza ciudadana en las instituciones.
Desde una mirada social, estos hechos revelan una grieta profunda: mientras los funcionarios repiten discursos de “responsabilidad” y “respeto a los ciudadanos” (como el llamado que hizo Rubén Rocha Moya exhortando a los servidores públicos a actuar con mesura), la administración de vehículos oficiales permanece —aparentemente— sin supervisión ni sanciones ejemplares. Las víctimas —como “El Chapo” de los Mariscos— no volverán, y los deudos cargan un dolor y una impunidad percibida que erosiona la calma pública.
Desde el punto de vista ético y moral, el servidor público tiene una doble obligación: primero, cumplir con el reglamento vigente; segundo, en su papel de representante del Estado, demostrar con hechos que la autoridad no es sinónimo de impunidad. Un vehículo oficial no es un privilegio personal. Es una herramienta que se paga con el erario, para servir —no para atropellar.
La reflexión apunta también hacia la prevención: ¿cuántos operativos de alcoholemia, controles de flotilla oficial, evaluaciones de dependencia existen en la administración pública? ¿Cuántos choferes conocen que la unidad oficial que manejan está sujeta a auditoría, sanción, control? Aquí la inacción se traduce en vidas truncadas y familias que exigen justicia. Es evidente que esos vehículos oficiales, además de las tareas gubernamentales a las que son asignados, son de uso personal permanente.
Finalmente, la dimensión administrativa: las dependencias involucradas (Secretaría de Bienestar, Sedatu) deben rendir cuentas. No basta con asegurar al conductor y al vehículo. Se requieren protocolos de sanción interna, suspensión, revocación de empleo e incluso denuncias penales que se conviertan en antecedente. Los discursos no regresan vidas. Las sanciones, sí.
Porque mientras se toleren choferes oficiales que manejan borrachos, huyen, matan, y mientras sus casos gravísimos se traten con benevolencia, cada unidad de gobierno se convierte en una bomba rodante. Y cada día, la confianza ciudadana se aleja más.
En Culiacán, ya son dos tragedias. Esto, lamentablemente, se suma al clima de grave inseguridad que sufre Sinaloa desde hace más de un año. ¿Cuántas más harán falta para que las sanciones dejen de ser una promesa vacía y se conviertan en algo real?




