Culiacán despierta otra vez con el eco de las balas y el dolor de familias que nunca deberían llorar. La noche del martes 21 de octubre, ataques armados dejaron cinco heridos y tres muertos. Entre ellos, dos menores: una niña de 13 años, herida por esquirlas, y un niño de 14, gravemente herido en el abdomen. Son apenas los nombres más recientes en una lista que no podemos normalizar.
¿Niños de 8, 10 o 12 años cómo se deben de cuidar? ¿Qué hicieron mal para merecer este destino? Cada bala que atraviesa una calle, cada disparo que hiere a un inocente, responde a decisiones que jamás les pertenecieron, pero que ahora marcan sus cuerpos y sus vidas para siempre.
Los adultos también pagan el precio de esta violencia. Jesús Alberto, de 57 años, viajaba como pasajero en un camión urbano cuando las balas lo alcanzaron. Minutos después, su vida se apagó. Su historia refleja a tantas familias que ahora cargan con el miedo, con la ausencia, con el dolor que nadie debería soportar.
Y esta guerra deja cicatrices más profundas: más de 60 niños y niñas han perdido la vida en Culiacán en poco más de un año. Cada nombre, cada pequeño cuerpo, cada infancia truncada, nos recuerda que la violencia no es una estadística; es un lamento que atraviesa hogares, escuelas, plazas y parques.
Las balaceras no distinguen edad ni inocencia. No hay operativo, anuncio ni promesa que alcance para proteger a quienes solo quieren vivir, jugar y crecer en su ciudad. Mientras los enfrentamientos entre grupos armados continúan, los menores siguen siendo víctimas colaterales de un conflicto que no eligieron.
Culiacán necesita más que palabras y discursos vacíos. Necesita estrategias reales, prevención efectiva y justicia tangible. Cada niño herido, cada vida apagada, nos recuerda que la urgencia no puede esperar.
Porque detrás de cada cifra hay un nombre, un rostro, una infancia robada. No podemos normalizar que nuestros niños sean el precio de una guerra que no es suya. Culiacán merece calles donde los niños puedan correr, reír y soñar, no balas que apaguen su vida