Los padres son arquitectos de silencios. Construyen con sus ausencias tanto como con sus presencias, edifican mundos en el espacio que existe entre lo que dicen y lo que callan.
Cada padre lleva consigo un mapa secreto de preocupaciones, un atlas de miedos dibujado con tinta invisible que solo se revela cuando tenemos la fortuna de caminar junto a ellos por esos territorios, cuando el tiempo nos regala la oportunidad de conocerlos también en su fragilidad.
Mi padre fue un hombre de gestos medidos, de palabras que pesaban como monedas antiguas. Sus manos han trazado círculos protectores alrededor de mi vida sin que yo me diera cuenta, como quien dibuja constelaciones en un cielo que otros ven vacío. Hay algo profundamente melancólico en reconocer que durante años fui un planeta en órbita alrededor de un sol que daba por sentado, sin comprender que su luz no era natural sino deliberada, alimentada por una voluntad feroz de mantener mi mundo iluminado.
Los padres envejecen de manera diferente al resto de los mortales. Se vuelven traslúcidos gradualmente, como si la paternidad fuera un proceso alquímico que los convierte en seres de cristal, frágiles y luminosos. Cuando la enfermedad llega, esa fragilidad se hace visible, y es entonces cuando comprendemos que cuidar a quien nos cuidó no es una carga sino un privilegio. En esos momentos íntimos, cuando los roles se invierten, descubrimos que ellos también fueron niños una vez, que también tuvieron miedo, que también se sintieron perdidos en la vastedad del mundo.
Mi padre me enseñó que la masculinidad no es ausencia de lágrimas sino la capacidad de llorar por las cosas correctas. Me mostró que la fortaleza no reside en la dureza sino en la flexibilidad de quien se dobla pero no se rompe. Aprendí que la verdadera fortaleza también reside en permitirse ser cuidado, en aceptar que el amor a veces se expresa en gestos tan simples como un vaso de agua ofrecido en el momento exacto. En sus silencios aprendí que hay palabras que solo se pueden pronunciar con actos, declaraciones de amor escritas en el lenguaje secreto de los sacrificios cotidianos.
Mi padre ya no está aquí para cantar sobre las estrellas, pero su voz resuena cada vez que miro el cielo nocturno y me pregunto por qué, entre tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio, coincidimos en la misma familia, en el mismo tiempo, en el mismo amor. Ahora entiendo que él regresó a ser estrella, pero que la luz que dejó en mí sigue iluminando mi camino como una constelación personal, como un mapa celestial que solo yo puedo leer.
La paternidad es un acto de fe radical: criar a un ser humano sin manual de instrucciones, amar incondicionalmente a alguien que eventualmente se irá, construir un puente hacia un futuro que quizás no alcancemos a ver. Mi padre plantó árboles sabiendo que sería yo quien disfrutaría de su sombra, pero también me enseñó a plantar los míos.
En las tardes de domingo, cuando la luz se vuelve dorada y melancólica, pienso en todas las versiones de mi padre que he conocido: el joven que se convirtió en papá sin saber exactamente cómo hacerlo, el hombre de mediana edad que trabajó días extras para que no nos faltara nada, el abuelo que mira el mundo con ojos que han visto demasiado y esperan demasiado poco. Cada una de estas versiones coexiste en mi memoria como fotografías superpuestas, creando un retrato imposible de un hombre que es todos esos hombres a la vez.
Los padres son bibliotecas ambulantes de lecciones no pronunciadas. Cargan en sus espaldas enciclopedias de experiencias que traducen en consejos breves, en miradas que dicen más que mil palabras, en el simple acto de estar ahí cuando el mundo se desmorona. Mi padre fue una antología de sabiduría susurrada, un compendio de amor expresado en actos más que en palabras. Durante sus últimos días, tuve el privilegio de leer esa biblioteca completa, de descifrar todos los textos ocultos en sus gestos, de entender finalmente el idioma secreto en el que siempre me había hablado.
Tal vez la verdadera paternidad no consiste en crear hijos perfectos sino en criar seres humanos capaces de amar imperfectamente, de fallar con dignidad, de levantarse una vez más de las que caen. Mi padre no me dio un mundo sin problemas; me dio las herramientas para navegar un mundo lleno de ellos. Y en sus últimos momentos, me dio la oportunidad de ser yo quien le ofreciera refugio, quien fuera su puerto seguro mientras él se preparaba para el último viaje.
Y mientras escribo estas líneas, entiendo que el amor paternal es también una forma de la inmortalidad: vivimos en los gestos que aprendimos de nuestros padres, en las palabras que ahora pronunciamos con su entonación, en la manera en que miramos el mundo a través de los ojos que ellos nos ayudaron a abrir. Somos la continuación de una conversación que comenzaron mucho antes de que naciéramos y que continuará mucho después de que se hayan ido.
En algún lugar del espacio infinito, mi padre volvió a ser estrella. Pero aquí, en este instante, en este planeta que compartimos por un rato, sigo sintiendo su luz. Porque de todos los siglos, todos los mundos, todo el espacio posible, tuvimos la fortuna extraordinaria de coincidir.
Papá: gracias por enseñarme que amar es también saber partir, y que partir no es desaparecer sino convertirse en la luz que otros llevan consigo. Gracias por ser el silencio entre mis palabras, la pausa entre mis latidos, la estrella que me recuerda que los milagros existen y se llaman coincidencias.