Hay días en que el periodismo duele. No por la tragedia que se cubre, no por la escena rota del mundo que uno mira de cerca, sino porque duele la forma en que el poder decide mirarnos —o no mirarnos.
Lo que ocurrió en Culiacán, durante la entrega de patrullas y motocicletas a corporaciones de seguridad, no fue una guerra, ni una persecución, ni la escena de una violencia ajena. Fue algo más sutil y, por eso, más grave: fue la decisión calculada de impedir una pregunta.
Una reportera recibió un golpe en el pecho. Otros compañeros fueron empujados, contenidos, rodeados por los brazos y el cuerpo de cuatro escoltas que formaron una muralla alrededor del Secretario de Seguridad Pública del Estado, Óscar Rentería Schazarino. Y todo por querer hacer lo que nos toca: preguntar.
No era una turba. No era una amenaza. No había peligro real. Lo único que avanzaba era la palabra.
La palabra, esa que a veces incomoda.
La palabra, esa que no se detiene ante puertas cerradas.
La palabra que es la herramienta —y la herida— del periodista.
La escena es reveladora porque desnuda la verdad: el poder teme más a una pregunta que a una bala perdida. La pregunta es peligrosa porque exige rendición de cuentas. Porque no se conforma con la versión oficial. Porque no negocia la verdad en boletines.
Preguntar por la corrupción en el Penal de Aguaruto no es subversión. Es deber.
Evitar responder no es protocolo. Es miedo.
La vocería de la Secretaría de Seguridad lo dijo después, casi sin querer revelar lo que realmente piensan:
—Si no les gusta lo que se les da, pidan acceso a la información.
Esa respuesta es una grosería, más allá de la falta de respeto es un desdén, un desprecio a la profesión del periodista.
Es decir:
Hagan fila.
Esperen meses.
Moldeen la verdad hasta que se enfríe.
Y si pueden, olvídenla.
Pero el periodismo no olvida.
El periodismo insiste.
El periodismo vuelve. Aunque duela.
Se nos ha dicho mil veces que “son gajes del oficio”.
Pues no, además de que el periodismo ya no es un oficio: es una profesión.
Nos dicen que los empujones, los codazos, los portazos, los silencios, la humillación, son parte del camino. Que así es la calle. Que así se sobrevive. Que así nos “curtimos”. Pero no. No debe ser así. No debería ser así.
La violencia no puede normalizarse ni en la guerra ni en la sala de prensa.
No cuando la violencia ya se nos mete por la piel, por la sangre, por las casas, por las calles, por el aire que respiramos en Sinaloa.
Uno no espera flores ni alfombra roja.
Solo espera lo justo:
Respeto. Transparencia. Humanidad.
Hay algo profundamente simbólico en esa muralla humana de escoltas: una defensa no del cuerpo del funcionario, sino de su silencio.
Defender el silencio es la forma más clara de ejercer poder.
Y, sin embargo, la palabra seguirá intentando entrar.
Porque lo nuestro no es heroísmo ni romanticismo desgastado.
Lo nuestro es una lealtad silenciosa y obstinada hacia la sociedad que tiene derecho a saber.
Seguiremos preguntando.
Seguiremos caminando.
Seguiremos escribiendo.
Aunque la muralla sea alta.
Aunque duela el golpe en el pecho.
Aunque quieran reducir la voz a trámite.
La palabra siempre encuentra una grieta.
(Basada en el artículo publicado en Noroeste, Sección Detrás de Página: “No debería haber violencia en el intento de conseguir una entrevista”, 9 de noviembre de 2025.)





