Fue un 19 de noviembre del año 2000. Todavía era de madrugada cuando Martha Yolanda Dignora Camacho —a quien muchos conocen como Martha Dagnino— dejó la casa de su amiga Iracema Ávila Espinosa, en San Luis Río Colorado. Había ido a recoger un camión que había comprado para transportar personal al campo. Un camión que, hasta hoy, aún conserva.
Rechazó el desayuno —“llego a Puerto Peñasco, ahí como con mi hermana”— y tomó la carretera rumbo a Sonoyta. La noche era larga todavía, espesa, silenciosa.
El desierto, a esas horas, tiene un modo de quedarse mirando, como si probara la voluntad de quien lo cruza.
Había llegado a San Luis antes, cuando la encontró Mario Flores Rodríguez “El Chapo”, esposo de Iracema e hijo de “La Chavela”. Ya que en paz descansen ambos, madre e hijo. Primero se fue Mario. Después la Chavela.
—Ay, ¿qué pasó, Martha? ¿Qué andas haciendo aquí? —preguntó él.
Ella le dijo lo del camión. Mario la acompañó ese día en su camioneta, llevándola de vuelta en vuelta para ver al mecánico. Martha siempre lo recordó con agradecimiento, a él y a Iracema, como quien sabe reconocer la mano que ayuda sin ruido.
Martha Dagnino compró el camión y emprendió su viaje de regreso.
Ya en la carretera, en el kilómetro 57, escuchó un golpecito seco, como un metal soltándose. Se orilló. No había acotamiento: solo arena fina que empieza donde termina el asfalto. Esperó a que amaneciera porque la oscuridad allí no perdona. Cuando la primera luz apareció, buscó y encontró la polea del alternador y la tuerca caída. Acomodó todo como sabía hacerlo, con la habilidad aprendida en la ladrillera de su padre, donde la leña, el lodo y el trabajo enseñaban lo que la vida pedía: resolver sin quejarse.
Logró encender el camión. Pero ya estaba atrapada en la arena. Intentó sacarlo como quien pelea con una bestia: escarbó, acomodó madera bajo las llantas —madera que cargó en brazos desde unas casuchas que alcanzó a ver a lo lejos—, empujó con el cuerpo entero, sudó, respiró tierra. El camión avanzó, pero se quedó a un metro del pavimento. Un metro. Y ese metro fue una muralla.
Las horas pasaron. Eran las seis de la mañana. Luego las ocho. Luego las once. Y los carros seguían pasando. Nadie se detenía. Nadie veía a una mujer luchando contra el desierto y la fatiga. Ella pensó en su madre. Pensó en su hijo, que entonces tenía cinco años. Pensó en la vida que se abre paso a puro esfuerzo. Y lloró. Lloró con todo el cuerpo, hasta que el llanto fue fuerza. Algo en ella cambió en ese instante: o lo lograba, o lo lograba.
Y entonces hizo lo impensable. Se paró en medio de la carretera. No pidió. Ordenó con su presencia: “Te vas a detener”. Y se detuvo un tráiler. Luego otro. Eran michoacanos. Le creyeron la historia nada más verle la mirada. Sacaron el camión con cadenas, lo levantaron como si entre todos estuvieran sacando una vida del desierto.
Luego, un hombre en un negocio más adelante la ayudó a retirar y reparar el tornillo barrido del alternador. Ella volvió al camión, lo instaló, ajustó lo necesario. Pero al avanzar sintió que algo más no estaba bien: el tiempo del motor se había movido. La tarde comenzaba a caer. Si el camión se apagaba otra vez en la noche del desierto, la historia sería otra. Y no estaba dispuesta.
Fue entonces cuando recordó haber visto, desde la carretera, una casa humilde, a unos cien metros entre la arena. Hizo maniobra con cuidado —porque ahí todo traga— y llegó. En la puerta, un hombre mayor salió a recibirla. Sombrero, bigote canoso, piel curtida por el sol, mirada tranquila, profunda.
—Buenas tardes, señor… —dijo ella, con la voz gastada.
—Buenas son, mija —respondió él, sin prisa—. ¿Qué se le ofrece?
Martha respiró hondo.
—Traigo el camión malo. ¿Me permite dejarlo aquí? Van a venir por él —explicó.
El hombre la miró, como quien escucha algo más que palabras.
—¿Y quién va a venir? —preguntó, suave, pero firme.
—Un mecánico —dijo ella—. Se va a identificar con usted. Y… también una hermana mía.
—Bueno —respondió él—. Aquí se queda. Nadie toca nada.
Fue como si aquellas palabras hubieran sido pronunciadas desde otro tiempo. Un pacto sencillo, sagrado.
Ella agradeció. Se despidió.
—Entonces… ya me voy. Tengo que alcanzar camión.
—Vaya con bien —dijo él—. El desierto escucha. No hay que temerle, pero hay que respetarlo.
Y Martha caminó hacia la carretera. Esperó. Y sí: pasó el camión. Todavía corrían los tiempos del Norte de Sonora.
Esa noche, Martha llegó a Sonoyta. Llamó al mecánico.
Al amanecer siguiente, ya en Guasave, asistió al desfile del 20 de noviembre.
No dijo nada.
Solo cargó el cansancio y una serenidad nueva.
Más tarde, cuando fueron por el camión, le dijeron que en ese punto no había casucha, ni negocio, ni persona. Nada. Solo arena y unas ruinas viejas, como si de aquello quedara solo el recuerdo de algo que alguna vez fue.
Martha volvió ella misma. Y sí: donde la tarde anterior había estado el hombre con sombrero y la casa sencilla, solo encontró restos antiguos, paredes vencidas por el viento, silencio.
No había explicación.
Pero ella no necesitaba una.
Porque algo entendió en ese desierto:
Que hay momentos en que la vida pone pruebas para medir el temple.
Que el llanto no debilita: limpia.
Que la soledad no siempre es abandono.
Y que, a veces, cuando la fuerza humana se agota, alguien —o algo— llega.
No para hacer el camino por ti.
Sino para recordarte que no caminas sola.
Aquella experiencia la transformó.
a convenció de que en la vida todo se puede lograr. Que las cosas pueden hacerse suceder.
“Nunca he ambicionado dinero —diría después—. Siempre mi oración ha sido: Mi Dios, Señor, dame salud. Los carros que he tenido los aprecié por el sacrificio que me costó adquirirlos. Su valor no era monetario, sino moral.”
La fuerza del corazón es un tesoro.




