En el corazón de Morena hoy se libra una batalla silenciosa, pero letal para algunos de sus actores más visibles. La imagen de Adán Augusto como “sacrificable” dentro del proyecto es inquietante, pero no sorprendente: cuando en una fuerza política conviven ideales, ambiciones y lealtades cruzadas, tarde o temprano emergen líneas rojas que algunos aceptan cruzar y otros jamás.
Desde hace días se ha puesto sobre la mesa una ecuación brutal: por un lado, quienes creen que Adán Augusto ya es prescindible —o incluso dañino— para el partido y que debe exponerse su caída para restaurar la “salud de largo plazo” del movimiento; por otro, quienes consideran que dejarlo caer sería renunciar al legado entero que sostiene la promesa moral de Morena. Esta tensión no es nueva en partidos emergentes que se institucionalizan: el dilema de cuándo preservar al fundador o al operador y cuándo imponer límites al poder interno es clásico.
Si las denuncias en su contra fueran aisladas, quizá estaríamos ante una crisis escandalosa más, alimentada por la polarización. Pero no lo son: la acumulación de acusaciones por conflicto de interés, asignaciones contractuales vinculadas a su gestión, movimientos financieros extraños durante sus campañas y conexiones con intereses empresariales empiezan a perfilar un paisaje muy oscuro. En ese entramado, la pregunta clave no es si se hará justicia, sino quién decide aplicarla y bajo qué criterios.
Claudia Sheinbaum enfrenta la prueba más delicada de su liderazgo. A un año de su mandato, debe equilibrar el afán de pulcritud moral con las exigencias del poder partidario. Si asume una posición extrema de tolerancia cero, corre el riesgo de fracturar el partido; si maniobra con discreción, puede ser acusada de doble moral o complicidad. Su silencio hasta ahora —o esa sonrisa contenida al responder cuestionamientos— ha sido interpretado por muchos como un indicio de tolerancia implícita.
Mientras tanto, Morena sufre una hemorragia de credibilidad. En 2024 miraba hacia el 50 % de respaldo electoral; en 2025, ese margen se reduce drásticamente, mientras la figura de la presidenta conserva su estabilidad popular. La ciudadanía, al parecer, empieza a ver una dicotomía: una líder percibida como honesta y eficiente frente a un partido que exhibe los mismos vicios que decía combatir. No hay democracia vigorosa sin partidos creíbles, y vale recordar que cuando los partidos se debilitaban por dentro, acababan siendo irrelevantes.
Me inclino a pensar que la visión que prevalecerá es la de quienes consideran que Adán Augusto es una carga que conviene sacrificar. En un contexto en el que el poder exige renovación constante, sostener una figura con manchas crecientes puede desgastar la legitimidad del proyecto entero. Pero ese sacrificio no puede ser meramente simbólico; debe tener reglas claras, criterios de transparencia y garantías de imparcialidad. Si la “purga interna” se convierte en arma política —y no en acto de rendición de cuentas—, el efecto será contraproducente.
Finalmente, esta crisis tiene un efecto más profundo: revela que Morena ya no es simplemente un movimiento en ascenso sino un proyecto en prueba de golpes. En esas pruebas, la democracia interna, la rendición de cuentas y la coherencia entre discurso y práctica son la frontera que separa a los partidos que sobreviven de los que sucumben a la decepción. Que haya quien “ordeñe” escándalos y que haya quienes “permanezcan en silencio” nos recuerda que, en política, el poder siempre negocia con los límites del simbolismo y la moral.
Y si algo aprende la ciudadanía latinoamericana de estas luchas internas es que un partido no es solo un vehículo electoral, sino un pacto con una idea de sociedad. Y ese pacto se quiebra cuando quienes lo encabezan actúan como dueños y no como custodios de los ideales que prometieron encarnar.