Crónica de un saqueo anunciado: puertos, aduanas y el costo político del guachicol fiscal

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Las conversaciones con periodistas que han seguido el caso —y que hilvanan nombres, fechas y oficios— permiten armar una línea de tiempo que ya no admite eufemismos. El punto de partida es conocido: Altamira y Manzanillo como puertos neurálgicos; Tamaulipas y Colima como coordenadas donde se cruzan aduanas, empresas de transporte y mandos de la Secretaría de Marina. Desde ahí, la trama escala.

2019–2021. Entre promesas de “limpiar aduanas”, emerge el rastro de empresarios y operadores vinculados al negocio de combustibles. En 2021 asesinan a Sergio Carmona, señalado como “rey del guachicol” y presunto financiador de campañas. El mensaje es claro: el negocio toca la política y viceversa.

Mayo de 2023. En Manzanillo asesinan a Sergio Manuel Martínez Covarrubias apenas dos semanas después de asumir un cargo clave. Cambios de mandos, rotaciones, relevos: cada movimiento “administrativo” se vuelve pieza del rompecabezas.

Segundo semestre de 2024. Se documenta el decomiso de millones de litros en Altamira. En paralelo, el contralmirante Rubén Guerrero Alcántara entrega una carta denunciando que sobrinos políticos del entonces secretario de Marina influían en designaciones, ascensos y operación de la red. Pocos meses después, tras avisar sus vacaciones y destinos, lo ejecutan. El calibre y el arma coinciden con otro asesinato en Manzanillo: Magaly Janeth Navarro Ramos, funcionaria de la Fiscalía que investigaba a los hermanos Farías Laguna. El patrón se repite: quien denuncia o toca las fibras del negocio, cae.

La secuencia se acelera. Un capitán aparece “suicidado” con un tiro en el abdomen (una mecánica que extraña a cualquiera con formación en armas); otro muere en una práctica de tiro tras un relevo controvertido. En Tamaulipas, Ernesto Vázquez Reyna, delegado de la FGR, es ejecutado; las primeras versiones lo vinculan con decomisos de combustible ilícito. La lista de víctimas crece y la mayoría de caminos vuelven a Manzanillo y Tampico.
Esta cronología sostiene tres constataciones:

El guachicol fiscal es una operación de gran escala, no un fenómeno local de tomas clandestinas. Implica importaciones subdeclaradas (combustible que ingresa como “aceite” o “lubricante”), evasión fiscal y distribución nacional. El daño al erario —estimado en más de 170 mil millones de pesos— sirve de termómetro del tamaño del fraude y del incentivo para corromper instituciones.

La red muestra colusión vertical: mandos de la Marina, aduanas, empresas y operadores políticos. El relevo de funcionarios en puertos y administraciones aduaneras aparece como herramienta para asegurar continuidad del negocio. Las muertes (algunas con sello de ejecución; otras, presentadas como “accidentes” o “suicidios”) sugieren silenciamiento.

El costo político ya está aquí. En 2019, el entonces presidente afirmó que “no hay negocio jugoso sin visto bueno presidencial”. Esa frase —que se esgrimió para cuestionar a gobiernos previos— vuelve ahora como boomerang: si todo se sabe arriba, arriba debieron saber. La administración actual enfrenta, además, un dilema inmediato: o rompe con la herencia de impunidad o la normaliza bajo un nuevo discurso.

Para gobernantes y aspirantes, hay acciones ineludibles si se quiere recuperar control y credibilidad:

• Trazabilidad completa de embarques, manifiestos y rutas: empatar arribos de buques con facturación, impuestos pagados y volúmenes vendidos en gasolineras.
• Rastreo patrimonial de mandos y exmandos: cruces entre ingresos y adquisiciones (propiedades, vehículos, empresas interpuestas).
• Revisión de designaciones y ascensos en puertos y aduanas durante el periodo estudiado; inhabilitaciones cautelares donde existan conflictos de interés.
• Protección real a denunciantes y testigos: protocolos que resistan presiones locales (traslados, identidades reservadas, custodias federales).
• Cooperación internacional: si el combustible sale de otro país con cierto código y entra aquí “reclasificado”, se requiere asistencia legal y intercambio de datos para cerrar la ventana.
• Responsabilidad política: los partidos y gobiernos deben separar a sus cuadros señalados mientras investigan. Proteger a presuntos involucrados es costoso y corroe al conjunto.

Hay, además, una dimensión narrativa que el poder subestima. Anunciar cada mañana que “no hay nada” mientras aparecen muertos erosiona más que callar: convierte la incredulidad en certeza cívica. El relato oficial no ganará por descalificar periodistas ni por explicar “accidentes”; solo lo hará si produce resultados verificables: detenciones con sustento, recuperación de recursos, sanciones patrimoniales, desarticulación de redes y, sobre todo, justicia para las víctimas.

Este caso no es un capítulo más del folclor político mexicano. Es la prueba de estrés de nuestro sistema: si la Marina y las aduanas pueden ser cooptadas, cualquier institución lo es. Y si la respuesta del Estado es la excusa, la impunidad deja de ser una sombra para convertirse en política pública de facto. Aún hay margen para elegir un camino distinto. Pero ese margen se mide en hechos, no en discursos.

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