La escena parece sacada de una tragicomedia sindical mexicana: el chofer del dirigente sindical devenido en cancerbero del poder impide el paso a trabajadores sindicalizados a una asamblea, no por carecer de credencial, sino por el color de su camisa. Amarillo o nada.
La consigna era clara, aunque no estuviera escrita: el que no viste de amarillo, no entra. Y es que en el STASAC (Sindicato de Trabajadores al Servicio del Ayuntamiento de Culiacán), la simbología del color se convirtió en un filtro de exclusión y represión.
Lo ocurrido durante la asamblea del pasado jueves desnuda —con brutal evidencia— el nivel de deterioro político, cultural y ético al interior de una organización que, en teoría, debería proteger a sus agremiados.
Lejos de ser un espacio de pluralidad y participación, el salón de eventos se transformó en un club privado de lealtades forzadas. No portar la playera amarilla, símbolo de la campaña de reelección de Julio Enrique Duarte Apan, fue suficiente para ser vetado.
El “pecado” de vestir de rojo —color asociado al aspirante opositor Homar Salas— bastó para ser señalado y excluido.
Más allá del hecho anecdótico, el caso revela una cultura sindical autoritaria, donde la dirigencia utiliza mecanismos de coerción dignos de regímenes caciquiles.
La democracia interna se simula, se maquilla con discursos progresistas mientras se aplica la vieja receta: el control por el miedo, la exclusión del disidente, la violencia simbólica y, en ocasiones, la física.
Aquí entra en escena Jesús Samuel Astengo, chofer, presunto guardaespaldas y, lo más delicado: sindicalizado. Sí, el mismo personaje que aparece en video actuando con prepotencia e impidiendo el acceso a otros trabajadores sindicalizados por no vestir el “color oficial”, forma parte del mismo gremio al que reprime. No es un externo contratado, es un miembro del sindicato convertido en instrumento del aparato represivo. Y esa contradicción es profundamente simbólica: el poder ha logrado que uno de los suyos actúe contra los suyos. Divide y vencerás.
Este dato cambia el enfoque. No se trata solo de un subordinado cumpliendo órdenes, sino de un síntoma del grado de cooptación que vive el STASAC. Un sindicalizado que se pone al servicio de un proyecto autoritario dentro del propio sindicato representa una forma de traición a la causa colectiva. Es la versión moderna del “capataz” dentro de una estructura obrera: uno que recibe beneficios a cambio de contener, vigilar y castigar a sus iguales.
El pasado de Astengo —consignado por el diario Noroeste, detenido en 2015 por narcomenudeo mientras operaba un taxi con droga— añade una dimensión perturbadora. No es que alguien no pueda reinsertarse, pero lo que alarma es que un perfil así sea reclutado y empoderado para operar estrategias de choque, en lugar de priorizar la convivencia democrática entre trabajadores. Duarte Apan no solo sabía de sus antecedentes, sino que lo ha integrado como pieza útil del control sindical, según trasciende.
La reflexión cultural es amarga. Este tipo de prácticas son rémoras de un México que intenta dejar atrás el clientelismo, el corporativismo rancio y las prácticas de control vertical. Y sin embargo, ahí están, recicladas en playeras, colores, consignas y exclusiones. Se simula democracia sindical, pero se reproduce la lógica del miedo.
En lo social, es más alarmante: se configura una cultura del silencio, de la obediencia disfrazada de unidad, donde la identidad se impone desde arriba, como si la dignidad del trabajador pudiera depender del color que porta. Es el símbolo lo que vale, no la persona.
En lo sindical y laboral, este caso es sintomático de por qué tantos sindicatos en México han perdido legitimidad entre sus propios agremiados. Porque en vez de defenderlos, los utilizan; en lugar de representarlos, los manipulan. La reelección para un tercer periodo no es un mandato, es una ambición. Y la ambición sin escrúpulos genera monstruos. Incluso con gafas negras.
Y por último, la crítica: resulta indignante que esto ocurra en plena era de la llamada “Cuarta Transformación”, donde se presume una nueva ética pública, una revolución de las ideas y un impulso legal para democratizar la vida sindical. ¿De qué sirve una reforma laboral si en la práctica persisten los mismos métodos, las mismas imposiciones y los mismos operadores?
La verdadera transformación no será real hasta que los sindicatos dejen de actuar como franquicias de poder y se conviertan en lo que dicen ser: instrumentos de defensa y libertad para la clase trabajadora.
El amarillo, color del sol, hoy se usa como marca de sumisión. Y eso, compañeros, también es violencia.