Culiacán: cuando la violencia invade nuestros hospitales

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En un país donde la violencia se ha normalizado y la impunidad se respira en cada esquina, los hospitales ya no son refugios seguros. Este septiembre se cumple un año de la guerra entre “Los Mayitos” y “Los Chapitos” en Sinaloa, una guerra que nos ha arrebatado la tranquilidad y la esperanza. Una guerra que se extiende a todo México y que tiene alcances internacionales. Y ahora, incluso dentro de los hospitales de Culiacán, la muerte entra sin aviso.

El viernes pasado, Jesús Manuel, de apenas 20 años, llegó a una clínica privada tras sobrevivir a un ataque previo. Creyó que ahí estaría protegido. No lo estuvo. Un sicario irrumpió en su habitación y le quitó la vida. Al mismo tiempo, en el Hospital General, otro joven de 20 años fue ejecutado de manera igualmente brutal.

Dos hospitales, uno privado y otro público, dos vidas jóvenes truncadas, mientras la ciudad observaba impotente.

Lo más indignante no es solo que estos homicidios hayan ocurrido, sino cómo: ambos hospitales estaban custodiados por Ejército, Guardia Nacional y policías estatales. Y, aun así, un asesino solitario entró, mató y escapó tranquilamente, como si hubiera tenido permiso para hacerlo, en medio de un enjambre de uniformados que llenan las calles, pero no logran detener nada. La impunidad es un golpe directo a nuestra ciudadanía y a la confianza que deberíamos tener en quienes nos protegen.

La paradoja es brutal: estos mismos cuerpos de seguridad son extraordinariamente eficientes para detener a ciudadanos que beben una cerveza, conducen con el polarizado apenas encima de lo permitido, traen un espejo roto o un foco fundido, o cualquier mínima infracción del Bando de Policía y Buen Gobierno. Pero frente a la delincuencia organizada, son una nulidad.

No solo no protegen al ciudadano, sino que la ciudadanía ya no confía en ellos. Esta desconfianza alcanza a los cuerpos armados de los tres niveles de gobierno, que deberían ser nuestra última línea de defensa, y que, en cambio, permiten que un sicario ingrese a un hospital y asesine impunemente.

Anteriormente, el ataque fue en el Hospital Civil, donde la cifra de personas muertas se elevó a cuatro y cuatro resultaron heridas, incluyendo una menor de edad. ¡Una verdadera masacre!

Tras agonizar más de 28 horas en terapia intensiva, Víctor Antonio, de 47 años y vecino de la colonia Industrial Bravo, murió la madrugada del domingo. Estaba en el área de urgencias esperando noticias médicas cuando las balas lo alcanzaron. Su deceso lo convirtió en la cuarta víctima mortal de aquella arremetida, que sembró el terror en plena avenida Álvaro Obregón, a escasos metros del corazón de la ciudad.

Los testimonios de dos víctimas inocentes han inundado las redes sociales. Jorge, conocido como “el Jordy”, perdió la vida ese mismo día mientras aguardaba noticias de su padre. Era un ciudadano común, ajeno a la disputa criminal, alcanzado por la barbarie mientras cumplía con el acto más humano: preocuparse por la salud de un ser querido.

Mientras esto ocurre, el gobierno anuncia la llegada de médicos cubanos con sueldos competitivos, alimentación tres veces al día y hospedaje garantizado. En un país donde los médicos mexicanos luchan por condiciones dignas y donde hospitales públicos carecen de recursos y seguridad, resulta dolorosamente paradójico que se invierta en traer personal extranjero mientras la violencia asesina a nuestros jóvenes dentro de hospitales supuestamente custodiados.

Sophia, esposa de Jorge ‘Jordy’ Choza, quien también perdió la vida en estos ataques, escribió en redes sociales:
“Arrebataron tu vida injustamente… ¿Qué haré sin ti? Me dejaste solita con nuestro bebé… tantos planes, tantas metas que teníamos por alcanzar. Siempre te voy a amar, me dejaste vacía, me duele mi vida, no sé qué haré sin ti, mi amor.”

Estos relatos no son cifras frías ni titulares fugaces; son vidas destruidas, familias que lloran en silencio y un miedo que se respira incluso dentro de los hospitales. Médicos y enfermeras, que cumplen con su vocación bajo vigilancia de elementos del Ejército y la Guardia Nacional, confiesan sentirse impotentes:

“Está cabrón que pase esto si estamos vigilados… pareciera que el crimen tiene permiso.”

Estas palabras no son un simple lamento; son el grito de una sociedad que ya no puede callar ante la tragedia y la impunidad. Médicos, pacientes y familiares viven bajo miedo constante mientras la violencia parece no tener límites.

Culiacán y Sinaloa enfrentan una encrucijada moral y social: nuestros hospitales deberían proteger la vida, pero la muerte los atraviesa sin obstáculo. Las marchas por la paz que se preparan no son opcionales; son un reclamo urgente de justicia y humanidad.

La guerra no puede decidir quién vive y quién muere en nuestros hospitales. La impunidad no puede seguir siendo la norma. Cada joven asesinado, cada familia rota, cada hospital convertido en zona de miedo nos recuerda que la paz es un derecho que debemos exigir, y que la violencia es un enemigo que debemos enfrentar con decisión, no con resignación.

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