El gobierno defiende la reforma electoral como un paso hacia una “democracia más austera y cercana al pueblo”. En palabras del equipo presidencial: “Con ella, eliminamos privilegios, reducimos el gasto y fortalecemos la voz ciudadana para que el poder regrese a donde siempre debió estar: en manos del pueblo de México”.
Pero esa narrativa tiene matices. Las ventajas planteadas —como la eliminación de pluris, la elección directa de autoridades electorales, la reducción de financiamiento a partidos y el combate al nepotismo— no están exentas de riesgos.
Principales puntos: ¿Renovación o recentralización?
Eliminación de legisladores plurinominales:
Eliminar los “pluris” puede sonar popular, pero implica una reducción de la representación proporcional que daba voz a las minorías. El nuevo esquema —donde el segundo lugar accede como minoría— favorece a las fuerzas dominantes y limita la pluralidad parlamentaria.
Reducción del financiamiento a partidos:
Austeridad sí, pero ¿a costa del equilibrio electoral? Disminuir el financiamiento solo durante campañas podría debilitar a partidos pequeños y reducir la competencia real, mientras Morena mantiene estructura territorial y acceso a recursos estatales.
Transformación del INE y centralización electoral:
Quitar atribuciones a los OPLE y tribunales locales para que el INE centralice todo puede hacer más eficiente el sistema, pero también abre la puerta a una tecnocracia electoral controlada desde el poder federal. Se corre el riesgo de debilitar la autonomía local.
Elección popular de consejeros y magistrados:
La democracia directa suena bien, pero elegir por voto popular a quienes deben ser árbitros imparciales plantea una peligrosa politización de los órganos técnicos. ¿Cómo se garantiza independencia cuando las candidaturas las proponen los tres poderes del Estado?
Prohibición de reelección y nepotismo:
Este punto es quizás uno de los más sólidos y éticamente defensibles. Impedir la reelección inmediata y los relevos familiares directos busca cortar con las redes de cacicazgos y herencias políticas. Pero hay que ver si se aplica con la misma severidad dentro de Morena.
Apertura a la participación ciudadana:
La propuesta de foros y consultas públicas, lideradas por Pablo Gómez, sugiere un proceso incluyente. Sin embargo, críticos advierten que podría tratarse más de un protocolo simbólico que de un verdadero mecanismo de co-creación democrática.
Facilidad para crear partidos políticos:
En teoría, abrir el sistema a nuevas fuerzas es positivo. Pero si se hace sin regulación clara, puede dar lugar a partidos satélites funcionales al régimen, replicando viejos vicios del sistema partidista.
Diálogo sí, pero con límites claros:
La retórica de apertura choca con la realidad de un Congreso donde Morena y aliados tienen mayoría. El riesgo de aprobar la reforma sin construir consenso real es latente. Lo que podría haberse posicionado como una reforma de Estado, podría convertirse en una victoria de partido.
¿Reforma o restauración?
En resumen, la reforma electoral de Sheinbaum es una pieza clave del tablero de control que Morena busca consolidar rumbo a 2030. Una jugada estratégica para anclar su permanencia más allá del sexenio, bajo el manto de la austeridad y la participación.
Pero el fondo de la iniciativa va más allá de números y estructuras: plantea una redefinición del equilibrio democrático. Lo que está en juego no es solo la eficiencia del sistema electoral, sino su independencia, su representatividad y, sobre todo, su pluralidad.
Sheinbaum tiene frente a sí una oportunidad histórica: convertir la reforma en un proceso de fortalecimiento institucional o repetir los errores del pasado y caminar hacia una restauración autoritaria disfrazada de transformación popular.
La historia sabrá distinguir entre los matices. Pero el tiempo, como siempre, será implacable.