México enfrenta una situación que raya en el absurdo: mientras Julio César Chávez Jr. es señalado por la Fiscalía por delitos graves, su padre, la leyenda del boxeo Julio César Chávez, reaparece en actos públicos acompañando a la presidenta Sheinbaum, sin que nadie explique por qué ni qué representa este acto.
El propio gobierno reconoció no conocer los detalles de la investigación contra Chávez Jr., que inició en 2019 y desembocó en una orden de aprehensión hasta 2023. Aun así, se permitió que su padre desfilara en eventos oficiales, sociales e incluso de alcance político, sin cuestionamientos ni señalamientos. El contraste es alarmante: una investigación federal avanza lenta, mientras un padre vinculado sentimentalmente podría estar lavando la imagen en público.
La estrategia de comunicación del equipo de Sheinbaum no ha sido la mejor: primero, la mandataria afirma en La Mañanera no saber del caso; después, se aclara que sí existen carpetas de investigación desde 2019. Es como si el sistema judicial mexicano operara sin coordinación interna: a la vista, el país no sabe si la Fiscalía actúa con autonomía y seriedad, o si la justicia es un juguete en manos del poder político.
Mientras tanto, el gobierno de EE.UU. detiene a Chávez Jr. por visado irregular y lo señala por vínculos con el Cártel de Sinaloa y tráfico de armas, y anuncia que será extraditado. Si Washington puede levantarse y actuar, ¿por qué en México los procesos judiciales se estancan y se cubren con diplomacia?
Este caso pone en evidencia una brecha peligrosa: la justicia aplicada a personajes con reconocimiento público es más blanda o retardada. ¿Cuántos ciudadanos comunes esperarían tanto para entrar en proceso? En contraste, los señalados por crimen organizado común enfrentan prisión sin medios, casi sin juicio. Aquí la pregunta central no es si Chávez Jr. es culpable o inocente, esa decisión corresponde a un juez, sino por qué el Estado tardó en iniciar acción, mientras permitía la presencia ininterrumpida de su padre al lado del poder político.
Es una narrativa de impunidad para pocos. La presidenta de México no salió a explicar por qué se permitió eso; la Fiscalía fue lenta, indolente, quizás más atenta a evitar un escándalo que a cumplir con su deber. El mensaje implícito es que la impunidad no solo se hereda en el crimen, sino también en la política y el poder social.
El combate al crimen organizado forma parte del discurso oficial; sin embargo, este caso pone en jaque esa narrativa. Una extradición internacional llega, pero en casa prevalece la opacidad y la ausencia de explicaciones. Si México pretende disminuir la violencia y la corrupción, debe demostrar que no hay “justicia de élite”: el poder no puede ser refugio ni excusa para ningún delito.
¿Cómo puede insistirse, entonces, en una estrategia seria y confiable cuando la misma élite política parece blindar figuras familiares con patrocinios públicos? Puntualizar este contraste es fundamental para recuperar credibilidad.
Es momento de exigir claridad y acción. La Fiscalía debe explicar a la ciudadanía:
- ¿Por qué tardó cuatro años en emitir una orden de aprehensión?
- ¿Se comunicó antes con la Presidencia para explicar los avances?
- ¿En qué etapa está la solicitud de extradición y por qué la demora?
Y el Gobierno federal debería asumir un rol activo: no repetir la narrativa de desconocimiento, sino reforzar el mensaje de que aquí no hay impunidad para nadie, sin importar apellidos ni logros deportivos.
La comparecencia pública del padre de Chávez Jr. en actos oficiales, sin respuesta, es un símbolo inquietante. No basta con dejar que la Fiscalía se mueva lenta; el gobierno debe mostrar firmeza y transparencia. La justicia no puede ser selectiva, cantada o escenificada. Si se quiere enviar un mensaje real, el Estado debe actuar con claridad y decisión, sin permitir que la impunidad se convierta en espectáculo.