César Bonesano, marqués de Beccaria, escritor, filósofo, jurista y economista italiano del siglo XVII, interesado por la situación de la justicia, publicó en 1764 su “Tratado de los delitos y de las penas”, un breve libro cuya lectura es obligada, todavía hoy en día, para los estudiantes y estudiosos del Derecho, simplemente porque su pensamiento sigue vigente al paso de los siglos.
Beccaria sostenía que el aumentar las penas no inhibe el delito.
Se inclinó por humanizar el derecho penal, con el uso de la razón, combatiendo la absurda crueldad y la arbitrariedad de su tiempo.
Las penas, decía, deben ser proporcionales al delito cometido y la cárcel es más efectiva que la pena de muerte.
Ningún hombre debe, por justicia, disponer de la vida de otro. La pena de muerte, está demostrado, no tiene un efecto disuasorio. Solamente en ciertas excepciones, que comentaremos en un próximo artículo, Beccaria reconocía como necesaria la pena capital.
Beccaria escribió, sobre el fin de las penas: “¿Los alaridos de un infeliz revocan acaso del tiempo, que no vuelve, las acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que impedir al reo causar nuevos daños a los ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales. Luego deberán ser escogidas aquellas penas y aquel método de imponerlas que, guardada la proporción, hagan una impresión más eficaz y más durable sobre los ánimos de los hombres y la menos dolorosa sobre el cuerpo del reo.”
En su época eran comunes los suplicios y las ejecuciones públicas. Por ejemplo, en Francia, en 1724, se aplicó la pena de muerte al robo doméstico, el cual fue más frecuente mientras que la ley se ejecutó.
Lo mismo pasó en España, renunciando a la aplicación de la pena ante la excesiva crueldad de un castigo absolutamente ineficaz, puesto que los delitos seguían cometiéndose como antes.
La pena de muerte sigue en el debate nacional como un medio desesperado ante el terror que inspira la delincuencia en México.
Sin embargo, además de lo ineficaz de la medida me pregunto: ¿Pena de muerte? ¿Quiénes serán los ejecutados? ¿Verdaderos culpables, chivos expiatorios o infortunados inocentes? ¿Pena de muerte? ¿Con los ministerios públicos que tenemos? ¿Con las condiciones de trabajo en las que enfrentan esa delicada labor? ¿Será acaso diferente con la reforma al Poder Judicial? ¿No es acaso también la justicia parte de una lastimosa realidad social y cultural?
Por eso, Beccaria creía más en la prevención. La prevención especial dirigida al delincuente que ha cometido la falta, y la general, refiriéndose al conjunto de la sociedad.
“Es mejor evitar los delitos que castigarlos”, decía.
Beccaria enumeraba diversas propuestas preventivas, para concluir: “Finalmente, el más difícil pero más seguro medio de evitar los delitos es perfeccionar la educación”.
No me refiero solamente a la educación escolar, sino a la educación doméstica, a la que parte de la familia. No hay que olvidar que de la cuna más humilde surgen grandes hombres, y que la mejor herencia son el amor y el ejemplo que les demos a nuestros hijos.
En los últimos años Sinaloa ha sido el escenario de los crímenes más absurdos, crueles y degradantes.
Casi nunca un asesino es detenido en flagrancia, que sería lo ideal para que la pena de muerte fuera ejecutada sin sombra de duda al responsable de tan incalificable acto.
La víctima, obviamente, no podría recobrar su existencia, ni ello podría aliviar el dolor de sus deudos, pero ¿sería brindar justicia o consuelo saber que el asesino ya no podrá recobrar su libertad ni podrá seguir causando daño porque ha muerto por mandato judicial?
Para que la pena de muerte cobre vigencia tendría que legislarse, pero, insisto, tendrían que considerarse candados para que fuera aplicada, sin errores, a quien se la merece por el tamaño de la ofensa y el peligro que represente para la sociedad.
En la actualidad, el asesinato es un delito grave que se castiga con cárcel y, con frecuencia, el homicida vuelve, con el tiempo, a ser libre.