El profesor de Harvard Arthur Brooks propone una revolución silenciosa para padres y madres: dejar de mirar el móvil como primer paso para enseñar a vivir desconectados… al menos un poco.
Una adicción es una forma de esclavitud que nos arrebata la libertad. Como explicó el filósofo estoico Epicteto en sus Discursos: «nadie es libre si no se domina a sí mismo». Resulta aún más detestable cuando sus consecuencias perjudiciales enriquecen a otros, como las tabacaleras, los anunciantes en redes sociales o los fabricantes de teléfonos inteligentes.
Esto es particularmente relevante en una época donde las pantallas parecen haber suplantado los rostros y las notificaciones ocupan el lugar de las palabras.
En semejante tesitura, hay una pregunta que resuena con más fuerza que nunca: ¿cómo educar a nuestros hijos en el uso responsable de la tecnología? La respuesta, según Arthur Brooks —profesor de liderazgo y bienestar en Harvard— no está en prohibiciones drásticas ni discursos moralistas. Está, simplemente, en el ejemplo.
“No les importa lo que digas. No te van a escuchar”, sentencia Brooks en una entrevista con Kevin Rose. Su planteamiento es contundente: los adolescentes, como espejos en formación, imitan mucho más de lo que obedecen.
Si nos molesta que estén absortos en sus teléfonos durante la cena, deberíamos preguntarnos antes si nosotros mismos hemos sido capaces de guardar el nuestro. La coherencia entre lo que exigimos y lo que hacemos, advierte, es el único manual educativo que realmente funciona.
Ansiedad durante el apagón
Más allá de un consejo para padres, la propuesta de Brooks es una filosofía de vida aplicada a la era digital. Criar hijos conscientes no empieza con aplicaciones de control parental, sino con gestos tan sencillos como levantar la mirada durante una conversación o dejar el móvil fuera del comedor. Porque cada acción diaria, por mínima que parezca, moldea la cultura emocional de un hogar.
Y es que el reto no es menor. Según datos del Pew Research Center, el 44 % de los adolescentes admite revisar su teléfono nada más despertar, y más de la mitad reconoce pasar demasiado tiempo en él. La ansiedad por la desconexión es real, y no es exclusiva de los jóvenes. En cuanto se produce un “apagón digital”, como el que paralizó las principales plataformas en España esta semana, la sensación de vacío se extiende como una niebla densa entre usuarios de todas las edades.
Thank you for watching
Este fenómeno, que algunos han comparado con una retirada súbita del mundo, no es casual. El promedio de desbloqueos diarios de un smartphone supera los 50 por persona. Cada gesto de revisar, deslizar y tocar forma parte de una coreografía que, muchas veces, se ejecuta de manera inconsciente. Y es en esa automatización donde anidan los hábitos más difíciles de romper.
Moderar en vez de eliminar
Pero el mensaje de Brooks no es de desesperanza, sino de posibilidad. Lo que plantea es una invitación a vivir como el adulto que uno querría que sus hijos llegaran a ser. No con rigidez ni puritanismo, sino con conciencia. “Si no quieres que insulten al volante, no insultes tú. Si no quieres que beban, tú tampoco lo hagas. Si quieres que practiquen la fe, empieza tú”, enumera. Todo empieza —y termina— en el espejo familiar.
Esto no significa renunciar a la tecnología ni demonizar los dispositivos. Vivimos en un mundo donde los pagos, la información, el trabajo e incluso parte del ocio ya no pueden concebirse sin una pantalla de por medio. Por eso, más que prohibir o restringir, el verdadero desafío está en moderar.
Sustituir hábitos dañinos por otros más saludables: dejar el teléfono lejos mientras se conversa, leer un libro antes de dormir, salir a caminar sin auriculares. Pequeños actos que, acumulados, tejen una vida menos gobernada por algoritmos.
Y si bien algunos expertos proponen medidas estructurales —como gravámenes sobre el uso excesivo de dispositivos, al estilo del tabaco—, la mayoría coinciden en que el cambio más profundo será siempre personal. La responsabilidad no se delega: se ejerce. Si queremos que los adolescentes se desconecten, tenemos que empezar por demostrarles que nosotros también sabemos hacerlo.
Al final del día, no se trata solo de teléfonos, sino de presencia. De enseñar con actos lo que mil palabras no logran. Porque quizás la mejor lección que podemos dar a nuestros hijos no es qué hacer con una pantalla… sino qué hacer cuando no hay ninguna. ¿Y si empezamos por mirar más y deslizar menos?