La juventud ante el espejo de su tiempo

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En los claustros silenciosos de nuestras universidades, ¿no habita acaso una profunda contradicción existencial? Entre los muros donde el conocimiento debería ser transformación, deambula una figura que he denominado “zombie académico”: ese ser que acumula saberes como quien colecciona objetos inertes, sin que estos lleguen jamás a transfigurar su conciencia. El zombie académico transita por los territorios del conocimiento sin ser tocado por él, como si estuviera protegido por una coraza invisible que impide la metamorfosis esencial que toda verdadera educación promete.

Distinta pero igualmente inquietante es la figura del “zombie filosófico”, esa conciencia que ha penetrado con lucidez las estructuras del poder, que comprende los mecanismos de la opresión con claridad meridiana, pero cuya comprensión nunca cristaliza en el acto transformador. ¿No es esta, acaso, la más sutil de las tragedias contemporáneas? Saber y no actuar, comprender y no transformar, diagnosticar con precisión el mal que nos aqueja y, sin embargo, permanecer inmóviles ante él, como si el entendimiento fuera un fin en sí mismo y no el preludio necesario de la acción.

La juventud universitaria de nuestra época habita un extraño limbo: herederos de un mundo en crisis profunda, poseedores de herramientas analíticas que generaciones anteriores ni siquiera soñaron, y sin embargo, atrapados en una contemplación que no logra trascender hacia la praxis transformadora. ¿No reside en este abismo entre comprensión y acción el verdadero drama de la educación superior contemporánea?

La contemplación no es sino el primer movimiento de una sinfonía que debe culminar inexorablemente en la transformación. Observar críticamente las estructuras sociales es necesario, pero insuficiente si esa mirada no encarna en actos concretos que modifiquen lo observado. El drama silencioso de nuestros estudiantes universitarios radica precisamente en esa fractura entre el pensamiento lúcido y la voluntad paralizada, en ese desgarramiento interno que los convierte en testigos impotentes de una realidad que comprenden pero que no se atreven a intervenir.

¿No es acaso el conocimiento, cuando no se traduce en acción, una forma refinada de desesperanza? El zombie académico contempla el mundo desde la melancolía de quien posee las claves para interpretarlo pero carece del valor para transformarlo. Conoce las teorías de la emancipación, pero habita la servidumbre; comprende los mecanismos de la opresión, pero los reproduce en su cotidianidad; analiza las estructuras del poder, pero se somete dócilmente a ellas. ¿No es esta la más sutil de las alienaciones?

En cada proceso electoral universitario palpita una posibilidad ignorada. El voto estudiantil, ese acto aparentemente trivial, contiene en su seno la semilla de una transformación más profunda. Sin embargo, cuántos han convertido este gesto en un ritual vacío de significado, en una ceremonia que se cumple mecánicamente. O peor aún, cuántos han renunciado a él, convencidos de que “nada cambiará”, reproduciendo así en el microcosmos universitario la misma desesperanza que corroe los cimientos de nuestra democracia.

¿Hemos olvidado que cada voto emitido desde la consciencia crítica es una grieta en los muros de la indiferencia institucional? La verdadera potencia del voto estudiantil emerge cuando comprendemos que no es un fin en sí mismo, sino un instrumento dentro de una estrategia más amplia de intervención en la realidad universitaria. Es una declaración silenciosa pero contundente: el futuro de este espacio no puede decidirse sin la voz de quienes lo habitan más intensamente.

En tiempos donde el cinismo se ha convertido en la postura intelectual dominante, donde la desesperanza se disfraza de realismo y la indiferencia de madurez, la decisión consciente constituye un acto de resistencia. La consciencia crítica es quizás el último territorio no colonizado por la lógica mercantil que invade nuestras universidades. El estudiante que decide informarse, que participa en debates, que cuestiona los discursos establecidos, ejerce una forma de poder que trasciende el momento electoral para convertirse en una postura vital, en un antídoto contra la condición zombie que acecha en cada rincón académico.

Esta consciencia no es un estado que se alcanza de una vez y para siempre, sino un territorio en permanente construcción, un espacio de lucha donde cada reflexión genuina representa una victoria frente a la alienación. La universidad contemporánea, atrapada entre las lógicas del mercado y la tradición academicista, raramente fomenta este tipo de pensamiento. Por ello, su cultivo representa ya un acto de desobediencia frente a un sistema que prefiere estudiantes consumidores de títulos en lugar de productores de pensamiento transformador.

El tránsito de la contemplación a la acción nunca es un camino solitario. La verdadera emancipación ocurre cuando las consciencias despiertas comienzan a reconocerse entre sí, cuando tejen redes de complicidad y acción. Cada proyecto autogestivo, cada manifestación en las calles es una nota en la composición de una nueva realidad universitaria. ¿No es en estos espacios de encuentro donde la juventud abandona definitivamente su condición de zombie académico para convertirse en artífice de su propio destino?

La participación en los órganos de gobierno universitario, la organización de foros alternativos, la creación de medios de comunicación estudiantiles son manifestaciones de una misma pulsión vital: la necesidad de intervenir activamente en la construcción del espacio que nos forma y nos contiene. Y en este proceso, algo maravilloso ocurre: no solo transformamos las estructuras externas sino también nuestra propia subjetividad. El estudiante que ha experimentado el poder de la organización colectiva nunca vuelve a percibirse como un sujeto pasivo frente a las decisiones que afectan su vida académica y social.
La verdadera emancipación estudiantil no consiste en ocupar los espacios de poder existentes, sino en transformar radicalmente la noción misma de poder dentro de la universidad. La democracia universitaria debería ser el laboratorio donde se ensayan formas más profundas de participación política, donde se experimenta con modelos que podrían luego irrigar el cuerpo social entero. ¿No es este el papel histórico que podría desempeñar la juventud en una sociedad sedienta de nuevas formas de organización?

En los albores de un siglo marcado por crisis múltiples y entrelazadas, la universidad puede convertirse en el espacio donde se gestan las nuevas formas de organización social que con tanta urgencia necesitamos. Para ello, es necesario que los jóvenes trasciendan definitivamente la condición de zombies filosóficos y se atrevan a intervenir su realidad con la radicalidad de quien sabe que, en sus manos, no solo está el futuro de la academia sino los contornos de una sociedad por venir.

¿No es esto, finalmente, lo que significa habitar plenamente la juventud en tiempos de crisis? No solo observar el mundo desde la seguridad de las teorías, sino atreverse a reinventarlo con las manos. No solo analizarlo con brillantez académica, sino ejercer el derecho a transformarlo con pasión visceral. No solo habitarlo como inquilinos temporales, sino decidir colectivamente cómo debe ser refundado.

Es hora de que el murmullo se convierta en voz, la voz en acción, y la acción en la nueva arquitectura de lo posible. En cada joven universitario late la posibilidad de un despertar colectivo que transforme no solo su experiencia educativa, sino el destino mismo de nuestra sociedad. Abandonar la contemplación, habitar plenamente la conciencia crítica y atreverse, finalmente, a tomar en sus manos las riendas de la historia: ese es el desafío que se alza, inaplazable, en el horizonte de nuestro tiempo.

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