En la política, como en la economía, la estabilidad es un bien preciado, pero a veces parece un lujo inalcanzable. La relación entre México y Estados Unidos vuelve a entrar en un terreno de incertidumbre, marcado por la presión de Donald Trump, su narrativa nacionalista y la compleja dinámica del comercio internacional. Cada mes, como si fuera una prueba de resistencia, México se enfrenta a una nueva evaluación, una especie de certificación arbitraria sobre su desempeño en la lucha contra el tráfico de fentanilo y otras cuestiones de seguridad. Pero ¿qué tan sostenible es este esquema?
El desgaste es evidente. No se puede construir una relación de cooperación sobre la base de amenazas constantes y exigencias unilaterales. Si el objetivo real fuera detener el tráfico de drogas, la responsabilidad no debería recaer exclusivamente en México. Estados Unidos es el mayor mercado de consumo de fentanilo en el mundo y, sin embargo, no se han visto acciones contundentes de su parte para frenar el flujo de armas y dinero ilícito que fortalecen a los cárteles. En este juego de presión, la balanza siempre parece inclinarse hacia un solo lado.
Mientras Trump endurece su retórica y amenaza con nuevos aranceles, en México se toman medidas que buscan atenuar el impacto de sus decisiones. La respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido clara: si Estados Unidos impone aranceles, México responderá de la misma manera. Pero esto abre una nueva interrogante: ¿hasta qué punto es viable esta estrategia en un escenario en el que las reglas del juego pueden cambiar de la noche a la mañana?
La incertidumbre no solo afecta a los gobiernos, sino también a las empresas y trabajadores que dependen del comercio bilateral. La amenaza de nuevos aranceles ya ha generado reacciones, como las compras de pánico de importadores estadounidenses que anticipan posibles restricciones. Estas decisiones no solo alteran los flujos comerciales, sino que también generan un clima de inestabilidad que dificulta la planificación a largo plazo.
México lleva años apostando por una integración económica con Estados Unidos que ahora parece convertirse en un arma de doble filo. La estrategia de Trump no solo busca presionar a México, sino también forzar a las empresas estadounidenses a relocalizar su producción dentro de su territorio. Su verdadero objetivo no es solo la seguridad o el combate al fentanilo, sino garantizar que las grandes inversiones permanezcan en suelo estadounidense para cumplir con las expectativas de su base electoral.
En este contexto, México enfrenta un dilema: mantener la estabilidad económica sin ceder ante las exigencias de Trump o buscar diversificar sus relaciones comerciales para depender menos de la economía estadounidense. La primera opción implica jugar con las reglas de un socio poco confiable, mientras que la segunda requiere tiempo, inversión y una transformación estructural que no puede lograrse de la noche a la mañana.
Sheinbaum ha optado por una postura más diplomática y constructiva que la de su predecesor. Ha evitado entrar en confrontaciones innecesarias con Trump y ha tratado de mantener el diálogo abierto, lo cual, en principio, es una estrategia acertada. Sin embargo, la realidad es que México sigue en una posición vulnerable. La presión externa se combina con problemas internos, como la presencia del crimen organizado y la debilidad institucional en algunas áreas clave.
El reto es encontrar un equilibrio entre la cooperación con Estados Unidos y la defensa de la soberanía nacional. En ese sentido, la estrategia de extraditar a criminales peligrosos para evitar que sigan operando desde las cárceles mexicanas es un paso positivo. Pero eso no resuelve el problema de fondo: la fragilidad de un sistema de seguridad que sigue siendo permeable a la corrupción y la influencia del narcotráfico.
A esto se suma la incertidumbre política en ambos países. La manifestación convocada recientemente en México tenía, en un principio, un mensaje nacionalista, pero con el tiempo su naturaleza se transformó en un espacio de debate sobre otros temas, como la reforma al Poder Judicial. Este tipo de cambios en la agenda pueden ser riesgosos si desvían la atención de los asuntos urgentes que realmente requieren respuestas inmediatas.
Con la mirada puesta en la próxima fecha clave, el 2 de abril, el panorama sigue siendo incierto. Trump ha dejado claro que cualquier país que imponga aranceles a Estados Unidos será castigado con la misma medida. México, que hasta ahora ha mantenido un comercio abierto con su vecino del norte, podría verse obligado a tomar represalias, lo que añadiría más tensión a una relación ya de por sí frágil.
Además, este conflicto se desarrolla en un contexto global marcado por la rivalidad entre China y Estados Unidos, una disputa que define las dinámicas geopolíticas a nivel mundial. En este escenario, cualquier movimiento en la relación comercial México-Estados Unidos debe analizarse con cuidado para evitar convertirse en un daño colateral de una guerra económica mayor.
Lo cierto es que Trump ha demostrado que su principal herramienta es la percepción, no los hechos. Su estrategia consiste en generar la impresión de que está logrando resultados, aunque la realidad sea más compleja. Para México, el desafío es resistir esta presión sin perder el rumbo. La estabilidad no puede depender de pruebas mensuales ni de la voluntad de un líder impredecible. Es momento de que el país apueste por una estrategia de largo plazo que garantice su desarrollo sin estar siempre a merced de los vaivenes políticos de su vecino del norte.