En 2025, el amor romántico tiene un nuevo síntoma: los vínculos zombis. No son relaciones, tampoco son soledad. Son ese mensaje que dejaste en visto por miedo a que “se malinterprete”, el contacto esporádico con alguien que ya no te importa pero que no bloqueas, o el situationship que dura años sin etiquetas porque “así no duele”. Estos lazos —ni vivos ni muertos— son el reflejo perfecto de una sociedad que, como advirtió Zygmunt Bauman, convirtió el afecto en un producto de usar y tirar.
El zombi no es metáfora casual. Como en The Walking Dead, estos vínculos deambulan sin rumbo: no comprometen, pero tampoco liberan. Los alimentamos con migajas de atención (un meme, un like, un “¿qué onda?” a las 2 a.m.), mientras evitamos cualquier gesto que implique responsabilidad afectiva. ¿Por qué acompañar a alguien a casa si puedes enviar un Uber? ¿Para qué presentarle a tus amigos si mañana podrías hacer ghosting? La tecnología nos dio herramientas para la hiperconexión, pero las usamos para cultivar intimidades de plástico: cómodas, higiénicas, descartables.
Detrás hay un cálculo neoliberal: el miedo a invertir en un “mercado” donde siempre hay opciones. Las apps de citas nos enseñaron a tratar a las personas como perfiles intercambiables (¿para qué arriesgarse con uno si hay 100 matches en espera?), mientras que el capitalismo emocional —como diría Eva Illouz— nos convence de que el amor debe ser “rentable”, sin costos ni vulnerabilidad. El resultado son conexiones que, como zombies, consumen tiempo y energía sin nutrir el alma.
Pero no nos engañemos: esta economía del desapego tiene un precio. La paradoja es que, mientras más evitemos el dolor del compromiso, más nos hundimos en la ansiedad de lo inconcluso. Byung-Chul Han lo resume en La sociedad del cansancio: estamos exhaustos de gestionar mil estímulos afectivos que no nos llenan. Los vínculos zombis no duelen como una ruptura, pero nos vacían en cámara lenta, como un gas tóxico que ni siquiera nos deja llorar.
¿Hay salida? Bauman no era optimista, pero hoy surgen brotes de resistencia. Desde el slow dating —citas sin prisas ni apps— hasta comunidades que rescatan rituales olvidados (cenas sin celulares, proyectos de vida colectivos), hay quienes se rebelan contra la liquidez. No se trata de volver al romanticismo del siglo XIX, sino de dejar de tratar a las personas como Wi-Fi público: conexiones que usamos hasta que encontramos una señal mejor.
Al fin y al cabo, hasta los zombis en las películas buscan cerebros. Nosotros, al menos, deberíamos aspirar a algo más que corazones en standby.