El próximo 1 de junio, millones de ciudadanos mexicanos acudirán a las urnas para decidir el futuro de la justicia en el país. En una jornada electoral atípica, los votantes recibirán seis boletas y deberán elegir 35 nombres de entre 298 candidatos para puestos clave del Poder Judicial. Un ejercicio inusual, rodeado de incertidumbre y, sobre todo, de polémica. ¿Es este el camino para construir una justicia independiente y profesional? Muchas voces piensan que no.
La controversia comienza desde el proceso mismo de selección de los candidatos. Un tercio de ellos debería haber sido designado por un comité de evaluación perteneciente al Poder Judicial, pero las irregularidades y la falta de transparencia han hecho que se cuestione la legitimidad de estas postulaciones. No estamos hablando de un detalle menor; se trata del núcleo de la reforma que pretende definir quiénes serán jueces, magistrados y ministros, personas responsables de la justicia para millones de mexicanos.
Sin embargo, el problema va mucho más allá del sorteo, el comité de evaluación o las boletas. Lo que enfrentamos es una “reforma” que no resuelve los problemas estructurales de la justicia en México, sino que los agrava. El sorteo de candidatos es solo un ejemplo de lo que podría convertirse en un sistema judicial caótico y politizado. ¿Cómo puede garantizarse la independencia judicial si los puestos son ocupados por criterios electorales o, peor aún, mediante el control partidista?
Esta situación nos obliga a reflexionar sobre el verdadero propósito de una reforma judicial. México necesita, sí, un cambio profundo en su sistema de justicia, pero no cualquiera. Debemos aspirar a un sistema más accesible, más ágil y más justo. Para lograrlo, es crucial que los ciudadanos tengan acceso a juicios orales rápidos, que se aprovechen las tecnologías para implementar una justicia digital y que se fortalezcan mecanismos de solución de controversias como la justicia cívica, sobre todo en delitos menores.
La profesionalización es otro pilar indispensable. No se puede seguir con un sistema de “cuates y cuotas” donde las conexiones políticas definen los nombramientos. Los jueces, magistrados y ministros deben ser seleccionados por mérito, experiencia y capacidades. A través de reformas anteriores, México ya había comenzado a trazar ese camino, pero ahora, con estas nuevas reglas, estamos retrocediendo.
¿Es lógico que los magistrados y jueces sean electos como si fueran alcaldes o diputados? No. Los puestos judiciales requieren un tipo de especialización que no puede decidirse en campañas políticas ni en procesos controlados por los partidos en el poder. Hoy es Morena quien tiene la sartén por el mango, pero mañana podría ser cualquier otro partido. El riesgo es el mismo: un Poder Judicial sumiso, carente de independencia y atado a los caprichos de quienes ostentan el control político.
No se trata de defender lo que se hizo mal en el pasado. Los problemas del sistema de justicia mexicano no comenzaron ayer. Es cierto que en administraciones anteriores se consolidaron prácticas corruptas y clientelares. Sin embargo, el remedio que ahora se propone es peor que la enfermedad. En lugar de corregir esos errores, se está instalando un modelo que desmantela lo poco que se había logrado.
La justicia no puede ser rehén de intereses políticos. Necesitamos instituciones fuertes, con procesos claros, que garanticen a los ciudadanos que serán juzgados por personas competentes e imparciales. Reformar el sistema judicial es urgente, pero debe hacerse con visión de Estado, no con cálculos electorales.
Aún hay tiempo para rectificar. El debate sobre esta reforma debe abrirse a la sociedad, a los expertos y a todos aquellos interesados en construir un país más justo. No podemos permitir que la justicia se transforme en un espectáculo de tómbolas y sorteos. Lo que está en juego es demasiado importante: el derecho de los mexicanos a un Poder Judicial confiable, eficiente e independiente.