Hay una ley no escrita que gobierna desde aulas escolares hasta parlamentos: un solo acto de insensatez puede demoler lo que cientos de esfuerzos inteligentes tardaron años en construir. Esto, en esencia, es el principio de asimetría de la estupidez, acuñado por Nassim Nicholas Taleb. No es una metáfora, sino una ecuación fría: la estupidez opera con una eficiencia destructiva que la inteligencia jamás alcanzará en su labor creativa. Imaginen un castillo de naipes. Un niño puede derribarlo en segundos con un soplido; reconstruirlo exigirá paciencia, cálculo y tiempo. Así funciona este principio en la vida real: lo absurdo avanza a velocidad de vértigo, mientras lo sensato avanza cargando mochilas de burocracia, dudas y costos.
Tomemos un ejemplo reciente. En 2023, un estudiante de Sevilla grabó cómo quemaba exámenes en el patio de su instituto y lo subió a TikTok. El video superó el millón de reproducciones en horas. Al día siguiente, otros cinco centros reportaron incidentes similares. Las consecuencias fueron inmediatas: sanciones, reuniones urgentes y un debate público sobre “la juventud descontrolada”. Sin embargo, proyectos educativos que llevaban meses gestándose —como un programa piloto para reducir el abandono escolar usando inteligencia artificial— siguieron varados en laberintos administrativos. La paradoja es clara: lo estúpido no solo triunfa, sino que lo hace con un mínimo de recursos. Basta un móvil, un gesto y algo de suerte algorítmica.
Pero el fenómeno no se limita a adolescentes rebeldes. En Florida, en 2022, un grupo de padres logró eliminar Persépolis —una novela gráfica sobre la Revolución Iraní— de las bibliotecas escolares, alegando que “incitaba al laicismo”. La decisión se tomó en una tarde, sin consultar a docentes ni expertos.
Tres años después, organizaciones civiles siguen litigando para revertirla, sin éxito. ¿La lección? La estupidez no necesita consenso, solo determinación. Mientras tanto, iniciativas pedagógicas que promueven el pensamiento crítico —como talleres para identificar fake news— siguen esperando fondos, como si la inteligencia fuera un lujo y no una urgencia.
¿Por qué el sistema educativo es tan vulnerable a esta asimetría? La respuesta está en su arquitectura. Las escuelas suelen funcionar como sistemas de contención: evitan conflictos en lugar de preparar para enfrentarlos. Prefieren retirar un libro “problemático” que enseñar a analizar sus matices; castigan al alumno que graba una broma ofensiva, pero no invierten en educar sobre el impacto de esos actos. Es como si, ante un virus, en lugar de vacunar, selláramos las ventanas y rezamos para que no entre. El resultado son generaciones que dominan fórmulas matemáticas, pero no saben por qué un chiste racista en redes sociales —aunque sea “solo una broma”— puede destruir una vida.
No se trata de satanizar a los jóvenes o a las redes. Se trata de entender que la estupidez florece donde la inteligencia se vuelve estática, lenta o complaciente. Cuando estudiantes de un instituto valenciano organizaron clubes de debate para contrarrestar discursos de odio en TikTok, lograron reducir el acoso online en un 40%. ¿El secreto? Usaron la misma velocidad que sus detractores: crearon contenidos ágiles, desmontaron bulos con datos y convirtieron el pensamiento crítico en algo “viralizable”. Demostraron que la inteligencia puede competir… si se atreve a jugar en el mismo campo.
El principio de Taleb nos confronta con una verdad incómoda: cada vez que una escuela sacrifica una clase de filosofía para “evitar polémicas”, o que un docente evita temas espinosos por miedo a represalias, le regala un punto a la asimetría. La solución no está en prohibir, sino en enseñar a discernir. En mostrar que un comentario en redes puede ser tan poderoso como un misil, y que reconstruir lo destruido por la estupidez exige más que buenas intenciones: requiere estrategia, velocidad y, sobre todo, la audacia de creer que la inteligencia colectiva puede ser más contagiosa que el caos.
Al fin y al cabo, la asimetría no es una maldición, sino un recordatorio. Nos dice que en un mundo donde un idiota con un megáfono puede más que mil sabios en silencio, la única defensa es aprender a amplificar lo que realmente importa. ¿Estamos dispuestos a hacerlo, o seguiremos contando los escombros?