Desmantelando el mito del descubrimiento

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¿Qué celebramos realmente cada 12 de octubre? La pregunta, aparentemente simple, desentraña siglos de narrativas construidas sobre cimientos de arena. Nos han vendido la idea de un “descubrimiento”, como si millones de almas no hubieran habitado estas tierras desde tiempos inmemoriales. ¿Acaso puede descubrirse lo que ya existe, lo que late con vida propia?

Pensemos. El navegante genovés, Cristóbal Colón, zarpa de Europa en 1492. Tres carabelas surcan el océano, cargadas no solo de hombres y provisiones, sino de ambiciones imperiales y dogmas religiosos. ¿Qué buscaban realmente? No era la India, como nos han hecho creer. Era el oro, era el poder, era la expansión de un sistema que necesitaba nuevos territorios para sobrevivir.

Y entonces ocurre el “encuentro”. Pero, ¿qué clase de encuentro es aquel donde una parte somete a la otra? Donde las espadas y los arcabuces se imponen sobre las lanzas y las flechas. Donde las enfermedades traídas del Viejo Mundo diezman poblaciones enteras. ¿Es esto un encuentro o es, más bien, una invasión?
La historia oficial nos ha pintado un cuadro de mestizaje y sincretismo cultural.

Nos dice: “Miren, de aquí nació una nueva raza, una cultura híbrida y vibrante”. Pero bajo esa capa de barniz multicolor se esconden siglos de opresión, de explotación, de negación de identidades.
Reflexionemos sobre las palabras. “Día de la Raza”, nos dijeron. Como si la humanidad pudiera dividirse en categorías biológicas estancas. Como si el color de la piel o la forma de los ojos determinaran el valor de una persona. Esta terminología, lejos de unir, ha servido para separar, para clasificar, para justificar jerarquías sociales que perduran hasta nuestros días.
Y luego está el término “hispanidad”. ¿Qué implica realmente? ¿La celebración de una lengua impuesta? ¿La exaltación de una cultura que se sobrepuso a cientos de otras? Es curioso cómo las palabras pueden actuar como velos, ocultando realidades incómodas bajo un manto de aparente unidad.

Pero la marea está cambiando. En toda América Latina, voces que por siglos fueron silenciadas comienzan a alzarse. Los pueblos originarios, lejos de ser reliquias del pasado, se yerguen como guardianes de conocimientos ancestrales, de formas de vida en armonía con la naturaleza. Su lucha no es solo por territorios o recursos; es una batalla por la memoria, por el derecho a existir en sus propios términos.

Observemos el panorama actual. Mientras en algunos países aún se ondean banderas celebrando la “gesta heroica” de los conquistadores, en otros se habla del “Día de la Resistencia Indígena”. Este cambio de paradigma no es mera semántica. Representa un despertar colectivo, una toma de conciencia sobre las narrativas que han moldeado nuestra identidad.

¿Y qué hay de México? Tierra de contradicciones, donde el pasado prehispánico se exhibe en museos mientras las comunidades indígenas luchan por su supervivencia. Donde se erigen monumentos a Cuauhtémoc y a Cortés en la misma avenida. ¿No es acaso esta dualidad un reflejo de nuestra propia confusión identitaria?

La pregunta que debemos hacernos es: ¿Qué queremos conmemorar realmente cada 12 de octubre? ¿El inicio de una era de opresión o el comienzo de una resistencia que perdura hasta nuestros días? Quizás sea momento de reescribir la historia, no desde la perspectiva de los “vencedores”, sino desde la mirada de aquellos que han resistido, que han preservado sus culturas a pesar de siglos de intentos por borrarlas.

Imaginemos por un momento una celebración diferente. Una que no glorifique conquistas ni descubrimientos, sino que honre la diversidad, la resistencia, la capacidad de adaptación y supervivencia de los pueblos. Una conmemoración que mire al futuro sin olvidar el pasado, que busque sanar heridas en lugar de reabrirlas.

El 12 de octubre podría ser un día de reflexión crítica. Un momento para cuestionar las estructuras de poder que aún persisten, heredadas de aquella fatídica fecha de 1492. Para preguntarnos: ¿Cuánto de colonial queda en nuestras instituciones, en nuestras relaciones sociales, en nuestra forma de ver el mundo?

Es tiempo de descolonizar no solo nuestras tierras, sino nuestras mentes. De cuestionar cada narrativa, cada “verdad” que nos han inculcado. De reconocer que la historia no es un monolito inamovible, sino un relato en constante construcción, donde cada voz cuenta, donde cada perspectiva enriquece nuestra comprensión del pasado y, por ende, nuestro presente.

El verdadero descubrimiento, quizás, está aún por hacerse. Es el descubrimiento de nuestra propia identidad, compleja y multifacética. Es el reconocimiento de que somos producto de una historia de resistencia tanto como de mestizaje. Es la aceptación de que el 12 de octubre no marca el inicio de nuestra historia, sino apenas un capítulo en una narrativa milenaria que continúa desarrollándose.
¿Seremos capaces de mirar más allá del mito, de desmantelar las estructuras mentales que nos atan a una visión eurocéntrica de nuestra propia existencia?

La respuesta está en nuestras manos, en nuestra capacidad de cuestionar, de reimaginar, de construir un futuro donde el 12 de octubre sea no un día de celebración acrítica, sino un recordatorio de nuestra responsabilidad con la historia y con las generaciones futuras.

El camino hacia la descolonización es largo y arduo. Requiere de valentía para enfrentar verdades incómodas, de humildad para reconocer errores históricos, de empatía para entender perspectivas diferentes. Pero es un camino necesario si queremos construir sociedades verdaderamente justas e inclusivas.

Que el próximo 12 de octubre nos encuentre no izando banderas de conquista, sino tendiendo puentes de entendimiento. Que nos encuentre no repitiendo viejas glorias, sino forjando nuevas narrativas. Que nos encuentre, en fin, descubriendo quiénes somos realmente, más allá de los mitos y las leyendas que por siglos han nublado nuestra visión.

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