La epistemología y la ontología son elementos clave para entender cómo desarrollamos el pensamiento crítico. La primera se centra en la naturaleza del conocimiento, mientras que la segunda explora lo que entendemos por realidad. Al reflexionar sobre estos conceptos, podemos empezar a desentrañar las bases que sostienen nuestro juicio crítico.
Comprender la naturaleza del conocimiento es fundamental. ¿Qué tipo de conocimientos adquirimos y cómo los validamos? Por un lado, está el conocimiento empírico, basado en la experiencia y la observación; por otro, el conocimiento racional, que se construye a partir del razonamiento lógico. Sin embargo, no basta con acumular datos o construir teorías; es esencial preguntarnos con qué criterios estamos validando lo que consideramos conocimiento. La coherencia y la correspondencia son algunos de estos criterios, pero, ¿cómo influyen realmente en nuestra capacidad de juzgar con rigor? Es aquí donde la epistemología empieza a jugar un papel crucial en la formación de un pensamiento crítico.
A su vez, la ontología nos invita a cuestionar qué es real. Esta pregunta no es trivial, ya que nuestra percepción de la realidad afecta directamente cómo entendemos y procesamos la información. Si creemos que la realidad existe independientemente de nuestra percepción, es probable que busquemos una objetividad firme en nuestras opiniones y juicios. Por el contrario, si consideramos que la realidad es una construcción subjetiva, podemos inclinarnos hacia un enfoque más relativista. Ambas perspectivas, aunque diferentes, influyen en cómo abordamos la información y, en última instancia, en cómo desarrollamos nuestro pensamiento crítico.
Pero el pensamiento crítico no se limita a evaluar lo que sabemos. Va más allá; se trata de reflexionar sobre cómo llegamos a saber lo que sabemos. Este es el territorio de la metacognición, la capacidad de pensar sobre nuestro propio pensamiento. Aquí, el verdadero valor del pensamiento crítico se revela: la habilidad de identificar y cuestionar los sesgos y suposiciones que a menudo tomamos por sentados. Preguntarnos sobre las premisas que sustentan nuestras creencias nos permite desentrañar sus raíces y evaluar si realmente están bien fundamentadas o si necesitan un escrutinio más profundo.
A esta reflexión se suma la perspectiva de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, que añade una dimensión más política y social al análisis. Desde este enfoque, el conocimiento y la realidad no son meros conceptos abstractos, sino que están profundamente influenciados por las estructuras de poder y dominación que existen en la sociedad. Horkheimer y Adorno, dos de los principales exponentes de esta corriente, nos advierten que lo que aceptamos como conocimiento y realidad está moldeado por ideologías que buscan mantener el statu quo. Por tanto, el pensamiento crítico no debería ser solo un ejercicio lógico, sino también una herramienta para desenmascarar las relaciones de poder ocultas tras las narrativas dominantes.
Cuando aplicamos esta perspectiva crítica en la vida diaria, nuestras decisiones se vuelven más informadas y éticas. Un enfoque reflexivo que integra la epistemología, la ontología y la teoría crítica nos permite abordar problemas complejos de manera más completa y consciente. Esto no solo enriquece nuestra comprensión del mundo, sino que también nos da las herramientas necesarias para actuar de manera justa y ética, desafiando las estructuras que perpetúan la injusticia.
En última instancia, el desarrollo del pensamiento crítico, fundamentado en una comprensión profunda de estos conceptos, nos capacita para ser más conscientes y responsables en nuestras acciones y decisiones. No se trata solo de entender el mundo, sino de transformarlo, adoptando una postura crítica que nos permita construir una sociedad más equitativa y justa.