El conservadurismo ya no es patrimonio exclusivo de la derecha política. En un giro irónico de la historia, aquellos que se identifican con la izquierda o el centro-izquierda, a menudo se encuentran defendiendo el statu quo con un fervor que rivalizaría con el de los conservadores tradicionales. ¿Cómo hemos llegado a este punto? La respuesta, como sugeriría Theodor Adorno, podría estar en la estética de nuestras vidas y en la instrumentalización de nuestros ideales.
Adorno, en su “Teoría Estética”, nos advirtió sobre la capacidad del capitalismo para cooptar incluso las expresiones más radicales de la cultura. ¿No es acaso esto lo que vemos hoy, cuando el activismo se convierte en una marca personal y la crítica social en un producto de consumo? El académico progresista, con su apartamento de lujo, ¿no es la encarnación misma de esta contradicción?
La instrumentalización, concepto central en la crítica de Adorno a la razón, se manifiesta en la forma en que incluso los más fervientes defensores del cambio social terminan utilizando sus ideales como herramientas para el ascenso personal. “La libertad se ha convertido en un medio para la opresión”.
Erich Fromm, por su parte, nos ofrece otra lente a través de la cual examinar esta paradoja. En “El miedo a la libertad”, Fromm explora cómo el individuo, enfrentado a la incertidumbre de la libertad, a menudo busca refugio en estructuras autoritarias. ¿No es acaso el apego a los privilegios adquiridos una forma moderna de este escape?
Imaginemos por un momento a un profesor universitario, otrora activista estudiantil, que ahora se opone silenciosamente a las reformas que podrían democratizar el acceso a la educación superior. “Es complicado”, se justifica en reuniones de facultad, mientras su mente divaga hacia la hipoteca de su casa en un barrio exclusivo. ¿No es este el miedo a la libertad del que hablaba Fromm, disfrazado de pragmatismo?
El neoliberalismo, con su énfasis en el individualismo y la competencia, ha fragmentado nuestras identidades políticas. Ya no somos simplemente “de izquierda” o “de derecha”, sino un mosaico de posiciones que cambian según el tema en cuestión. Esta fragmentación ha erosionado la solidaridad de clase, creando lo que podríamos llamar “burbujas de privilegio” que trascienden las afiliaciones políticas tradicionales.
Frente a la incertidumbre económica, muchos que se consideraban progresistas se aferraron con más fuerza a sus privilegios. El miedo a perder lo ganado se convirtió en un poderoso motivador conservador. ¿No es esto una manifestación moderna de la “falsa conciencia” marxista?
Pero, ¿cuáles son las implicaciones a largo plazo de este fenómeno para los movimientos sociales y políticos?
Por un lado, la erosión de la confianza en las instituciones tradicionales de izquierda podría abrir espacio para nuevas formas de organización y activismo. Sin embargo, también existe el riesgo de una parálisis política, donde el miedo a perder lo adquirido impide cualquier cambio significativo.
La conciencia de clase, otrora pilar de los movimientos progresistas, se diluye en un mar de identidades fragmentadas. El académico, el artista, el profesional “progresista”, todos se encuentran atrapados en una red de privilegios que los alejan de aquellos en cuyo nombre dicen hablar. ¿Cómo reconciliar la teoría con la práctica cuando nuestras propias vidas son testimonio de las contradicciones que criticamos?
Quizás la respuesta esté en un retorno a la autocrítica rigurosa que caracterizó a los mejores pensadores de la Escuela de Frankfurt. Debemos, como sugería Adorno, “pensar contra nosotros mismos”. Solo así podremos esperar superar la paradoja de un progresismo que se ha vuelto conservador.
¿Es posible mantener una postura verdaderamente progresista en un mundo que premia el conformismo y castiga la disidencia? ¿Podemos superar el miedo a perder nuestros privilegios y abrazar un cambio real? Estas son las preguntas que debemos enfrentar si queremos evitar que nuestro progresismo se convierta en una mera fachada para un conservadurismo de facto.
En última instancia, el desafío es reconocer que el verdadero progreso puede requerir sacrificios personales. Como dijo una vez Adorno: “La única filosofía que puede ser practicada responsablemente frente a la desesperación es el intento de contemplar todas las cosas tal como se presentarían desde el punto de vista de la redención”.
¿Estamos dispuestos a contemplar nuestros privilegios desde ese punto de vista? La respuesta a esta pregunta determinará si el progresismo será una fuerza de cambio real o simplemente otra máscara para un conservadurismo cada vez más sutil y penetrante.