El Día del Padre se avecina, trayendo consigo una mezcla de recuerdos y emociones. Es un día destinado a honrar a aquellos hombres que han sido pilares en nuestras vidas, aquellos que nos han enseñado, guiado y amado. Sin embargo, para algunos de nosotros, este día es un tributo silencioso a los padres que ya no están entre nosotros, una reflexión íntima en medio del bullicio de la celebración.
En mi memoria, mi padre aún camina a mi lado. Como un Lobo Estepario, su espíritu vaga conmigo en la penumbra de los días pasados y presentes. Su ausencia física no ha disminuido su presencia en mi vida. Es en estos momentos, cuando la sociedad se prepara para celebrar, que siento más agudamente su falta. La mesa está puesta, las risas resuenan, pero hay un lugar vacío que nada ni nadie puede llenar.
Mi padre era una persona alegre, un hombre cuya risa era contagiosa y cuyo optimismo iluminaba cualquier habitación. Recuerdo sus enseñanzas, aquellas palabras de sabiduría que solía compartir en nuestras largas charlas. Su intelecto era agudo y profundo, un pensador incansable que siempre buscaba el conocimiento y la verdad. A veces, en la soledad de la noche, puedo casi escuchar su voz, un murmullo que me guía, que me sostiene. Como una sombra protectora, su recuerdo me acompaña, brindándome consuelo en los momentos de duda y fortaleza en los días de desánimo.
Pero más allá de su alegría y su inteligencia, mi padre era un luchador social. Dedicó gran parte de su vida a ayudar a los demás, a pelear por la justicia y la igualdad. Su ejemplo de entrega y sacrificio dejó una huella imborrable en mí. “Papá, ¿qué harías en mi lugar?” me pregunto a menudo, buscando en mi interior la respuesta que él hubiera dado.
Su manera de ver el mundo, su serenidad frente a las adversidades, son faros que me iluminan el camino. Aunque no pueda escuchar su respuesta, siento su influencia en mis decisiones, como si su espíritu continuara guiándome, más allá de la barrera de la muerte.
Las lecciones que me enseñó no se quedaron solo conmigo. Las aplico cada día, no solo en mi vida, sino también en la de mis hijos. Les hablo de su abuelo, de cómo luchaba por sus ideales y de cómo siempre encontraba una razón para sonreír, incluso en los momentos más oscuros. Intento transmitirles su pasión por el conocimiento y su inquebrantable sentido de justicia. Así, su legado continúa, viviendo en las nuevas generaciones, llevándonos hacia un futuro que él hubiera soñado.
Hay días en los que la nostalgia me envuelve, esos momentos en los que todo parece teñirse de un gris melancólico. Sin embargo, encuentro consuelo en las pequeñas cosas que él amaba: el aroma del café recién hecho, el crujir de las hojas bajo los pies en las montañas, el sonido del oleaje del mar, o el sabor de unos deliciosos chilaquiles suaves. Cada detalle es un fragmento de su esencia, una pieza del rompecabezas que era su vida, y que ahora vive en mí.
A todos aquellos que, como yo, han perdido a sus padres, les digo: ellos nunca se van del todo. Sus enseñanzas, sus risas, sus abrazos, permanecen en nosotros, en nuestras acciones y en nuestros recuerdos.
Este Día del Padre, mientras muchos celebran con abrazos y regalos, nosotros honramos a nuestros padres en silencio, con la certeza de que su legado sigue vivo.
No son necesarias las flores en el cementerio ni las lágrimas en la soledad. La verdadera ofrenda a nuestros padres es vivir con el honor y la integridad que ellos nos enseñaron, continuar sus sueños a través de nuestros logros y mantener viva su memoria en cada acción y pensamiento.
Gracias, papá, por todo lo que fuiste y sigues siendo para mí. Tu presencia invisible me acompaña cada día, recordándome que el amor verdadero trasciende el tiempo y el espacio.