Desatando el Nudo Gordiano de la Vulnerabilidad Social

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La desigualdad acecha como una sombra oscura sobre México. Un enemigo silencioso e insidioso que se arraiga en los intersticios de la pobreza y la marginación.

¿Pero es realmente la carencia económica el único factor determinante que impulsa a los individuos hacia el abismo de la delincuencia? Esta compleja ecuación merece un análisis profundo y multidimensional.

Los datos son elocuentes, pero no cuentan toda la historia. Sí, según el Coneval, la pobreza asola a 53 millones de mexicanos.

Y sí, hemos presenciado hechos atroces como la ejecución de tres estudiantes en Jalisco a manos del crimen organizado. Dos grandes retos que claman por respuestas integrales y soluciones de raíz. Empero, simplificar el vínculo entre pobreza y criminalidad sería un error trágico.

Un vistazo a las estadísticas oficiales revela una realidad desconcertante: los estados más pobres como Chiapas, Oaxaca y Guerrero, lejos de ser focos rojos de la delincuencia organizada, muestran niveles bajos de estos delitos. Por otra parte, entidades con mayores índices de desarrollo como Nuevo León, CDMX y Baja California Sur encabezan los casos. ¿Cómo se explica esta paradoja?

La investigadora Martha Nateras de la UNAM arroja luz: “La pobreza no es un factor decisivo para que un individuo se sienta atraído a participar en el crimen”.

Los detonantes son múltiples y complejos, abarcando elementos familiares, educativos, sociodemográficos y hasta urbanos. Una amalgama de fuerzas que van más allá de lo meramente económico.

Y es aquí donde la educación cobra un papel protagónico en esta enrevesada trama. Numerosos estudios, como el realizado por universidades como la Anáhuac en penales federales, subrayan la estrecha relación entre bajos niveles educativos y la propensión a actividades delictivas. Un 82% de los reclusos apenas alcanzó la educación básica.

¿Casualidad? No lo creo. La educación es el ariete que permite permear las estructuras de desigualdad desde su núcleo. Un sistema formativo sólido siembra las semillas del capital cultural y social, dotando al individuo de herramientas para ascender y romper los ciclos viciosos. Como bien apuntó Erich Fromm, el ser humano posee una maleabilidad inherente para adaptarse y trascender su entorno mediante recursos cognitivos y emocionales.

Mas no basta con instruir. Las escuelas deben fungir como catalizadores de cambio, impartiendo no solo conocimientos, sino valores cívicos y éticos que permitan a los jóvenes discernir entre el bien y el mal. Un refugio que los mantenga alejados de los tentáculos del crimen y las adicciones. Un faro que ilumine el sendero hacia la inclusión y la justicia social.

No nos engañemos, la correlación entre pobreza y violencia existe, tal como lo demuestran estudios como “Economic Correlates of Violent Death Rates” de la ONU. Sociedades desiguales como la nuestra, donde el 10% acapara dos tercios de la riqueza nacional, son terreno fértil para la llamada “violencia estructural” según el concepto del “Triángulo de la Violencia” del sociólogo Johan Galtung.
Pero la ecuación no se detiene ahí. La pobreza alimenta el círculo vicioso, pero a su vez es retroalimentada por la violencia, la falta de oportunidades y el estancamiento económico. Un nudo gordiano que sólo podremos desatar con voluntad política, visión integral y soluciones de fondo como una verdadera redistribución equitativa de la riqueza nacional.

Si queremos desarticular las raíces de la vulnerabilidad social que alimentan el cáncer de la delincuencia, la educación debe ser nuestra principal inversión estratégica. No obstante, debemos tomar consciencia de que la formación académica es sólo un eslabón de una cadena más grande y compleja. Factores socioculturales, económicos, políticos y hasta urbanísticos deben entrar en la ecuación con miras a revertir los flagelos de la inequidad y la violencia. Sólo así podremos tejer un México más justo e inclusivo para todos.

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