Antes de 1954, la creencia universal era que el ser humano no era capaz de correr una milla en menos de 4 minutos. Cientos y miles y cientos de miles de artículos “científicos” creían que la anatomía del hombre era incapaz de correr con tanta velocidad. Médicos, fisiólogos, físicos, hasta políticos, aseguraban que nuestro cuerpo no había sido diseñado para correr 1.68 kilómetros en menos de 4 minutos.
No existía ningún registro en la historia de que algo así fuese posible. Y simplemente, todo mundo lo creyó una verdad absoluta. Era tan grande el acuerdo social al respecto, que imaginarlo era señal de locura, de insensatos.
Pero entonces, como todo en la historia, alguien se levantó a decir que sí era posible. Y esto es lo divertido y apasionante de la existencia de la especie humana. Nuestro progreso depende de las personas que logran atreverse a cuestionar lo que parece un acuerdo tácito, una frontera fijada arbitrariamente por alguien en otra época, un obstáculo establecido en nuestras mentes por quien sabe quién, pero que, en realidad, es una ilusión sin sentido.
Roger Gilbert Bannister era allá por 1952, un estudiante de Oxford con desempeño sobresaliente en atletismo, aunque siendo honestos, nada fuera de lo normal. Había competido en las Olimpiadas de Helsinki, llegando a cuarto lugar en los mil quinientos metros. Un par de otras competencias estudiantiles le hacían ser un buen atleta, pero absolutamente nada sobresaliente.
Bannister llegó a enamorarse de la velocidad. La fuerza de su cuerpo estaba concentrada en la cadencia de sus pasos al correr. Una zancada larga, un sistema circulatorio robusto y una enorme determinación lo llevaron a desafiar eso de que una milla no podría correrse en menos de 4 minutos.
Cuando comenzó a preguntar cuál era la razón por la que se había llegado a esa conclusión, se dio cuenta que no había ni siquiera un registro claro. Un comentarista deportivo lo mandaba con otro, y este con otro y así sucesivamente. Lo mismo pasaba con los médicos. De un lado a otro, solo encontraba explicaciones a medias, citas de oídas, pero ningún, absolutamente ningún registro histórico o alguna investigación científica. Anunció a sus entrenadores y a las autoridades deportivas de Inglaterra, que iba a desafiar ese muro. Bueno, casi todo mundo soltó la carcajada. Y puso una fecha. En seis meses haría lo que nadie creía que se podía.
Así que entrenó. Y esto es fundamental. Bannister sabía que todo mundo decía que estaba loco, que había perdido la cabeza. Pero él solo se enfocó en entrenar, una y otra vez. A veces pasaban periodistas en donde entrenaba y se burlaban siempre de su actitud. Niños, mujeres, policías, hasta el alcalde se reían de él. Pero él seguía entrenando. No desistió durante esos 6 meses en los que lo único que le importaba era demostrar que lo imposible era, en realidad, una falsa creencia.
Y llegó un 06 de mayo de 1954. Bannister tomó un tren que lo llevó de Londres a la Universidad de Oxford. Sin embargo, 20 minutos antes de llegar a su destino, comenzó una lluvia torrencial. Se dio cuenta de que el lodo podría hacerle mella en su objetivo. Pero no desistió. Sus amigos lo llevaron a la pista. Calentó un poco esperando que saliera el sol. Finalmente, a las seis de la tarde de ese día seis (extraña coincidencia numérica) dejó de llover y el cielo se abrió.
Bannister miró la pista, se puso en posición, mientras cientos de incrédulos rodeaban ese momento. Su corazón latía con fuerza. Solo tenía una, una sola oportunidad. El lodo era un obstáculo. El viento, otro. Si fallaba, su historia sería enterrada en una simple ocurrencia más, la de otro loco más, de esos a los que solo les gusta llevar la contraria.
Estiró sus brazos. Respiró tres veces. Un sudor frío corría por su frente. Y comenzó. Sus músculos sintieron la inyección de dolor, de adrenalina, de sangre. Su corazón latió tanto y tan fuerte que sus pulmones empezaron a inflarse como enormes globos aerostáticos.
El lodo obligó a Bannister a poner más fuerza en sus piernas. Sus manos se movían con cadencia y ritmo. No escuchó el griterío de la gente. Sus ojos solo tenían un objetivo. Su corazón y su cerebro estaban sincronizados. En una epifanía física, en un momentum de absoluta complejidad espiritual y en esos minutos, todo en Bannister funcionó a la perfección. Y entonces, contra absolutamente todo pronóstico, contra toda probabilidad, contra toda circunstancia, rompió el récord.
En 3 minutos, 59 segundos y 4 centésimas, un atleta con alma y la tenacidad de una roca, logró romper un límite mental, social, histórico. El simple acto de poner un pie delante del otro y correr, representó el mayor logro de una generación harta de la Guerra, destruida por el dolor, amenazada por la carencia.
No necesitó más tecnología que unos buenos zapatos de correr, hechos por un zapatero de Londres, nada fuera de lo normal que lo que su época tenía. Y con solo unos tenis, Bannister inspiró a otros, retó a otros, motivó a todo su país a levantarse de la tragedia de la Guerra.
La historia de Bannister nos obliga a preguntar de la misma manera que Karl Popper preguntaba sobre que la Historia: ¿qué es un límite? ¿Acaso es algo que existe o es en realidad, algo que nos dijeron que existe?
En neurociencia existe el concepto de “indefensión aprendida” o, mejor dicho, de impotencia aprendida. En procesos sociales complejos, el ser humano depende en gran medida del aprendizaje de sus mayores. Nacemos indefensos y si viviésemos en la selva, no pasaríamos tres noches sin que los lobos u otros depredadores nos devoraran.
Para sobrevivir, el ser humano requiere conceptos que le permiten enfrentar con pericia los acontecimientos de su entorno. Estos conceptos son heredados y suponemos que son verdades inamovibles. Dependemos de que nuestros padres nos enseñen a no comer, por ejemplo, la tierra de las macetas o a no acercarnos a una olla hirviendo.
Pero ese aprendizaje tiene un error de diseño. Sirve únicamente para sobrevivir en un entorno controlado. No es posible utilizarlo en sistemas complejos. La incertidumbre no puede ser enfrentada con el conocimiento heredado. Tenemos que generar ideas y conceptos nuevos, porque las circunstancias cambian, siempre.
Todo el enfoque de la neuroeconomía consiste en que el cerebro tiene una capacidad innata llamada plasticidad. Si logramos entrenarlo constantemente, será capaz de romper un límite auto impuesto o producto de creencias sociales. El cerebro es un órgano sediento de aprendizaje y de creatividad. Entrenarlo nos permite crear y hacer posible cosas que parecerían imposibles en otros entornos.
El proceso de normalizar algo como verdad absoluta existe tanto en la realidad de las sociedades como de las organizaciones. Pero entre más avanzamos, más complejidad encontramos. No hay manera de resolverla sino es a través del proceso de diseñar conceptos diferentes, uniendo ideas que parecen no tener relación. Así como lo hizo Bannister, superando las fronteras personales de nuestros ancestros.
Desde entonces, 200 mil personas lo han hecho. Sí, eso de correr una milla en menos de 4 minutos. Actualmente, el record mundial lo tiene Hicham El Guerrouj, de Marruecos, quien bajó la marca a 3 minutos 43 segundos y 13 centésimas. Y cada día, más niños y más jóvenes se entrenan para bajar esa marca. Porque alguien les mostró que muchos límites son una invención social, una frontera artificial que nos protege, pero que no nos ayuda a progresar.
¿Cuáles son los límites que romperás en tu vida?
Óscar Rivas es Economista, con maestría en Negocios Globales por la Escuela de Negocios Darla Moore de la Universidad de Carolina del Sur. Maestría en Administración de Negocios por el Tecnológico de Monterrey. Egresado del Programa de Georgetown en liderazgo e innovación y del Curso Emerging Leaders de Executive Education de Harvard. Cofundador de Chilakings Sinaloenses. Emprendedor, Maratonista y escritor.
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