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La ingobernable: encuentros y desencuentros con Elena Garro

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En Fuentes Fidedignas, nos hemos dado a la tarea de hacer una recopilación de entrevistas, escritos y columnas de nuestro director Luis Enrique Ramírez. En esta ocasión, estamos compartiendo con ustedes, queridos lectores, el inicio del libro La ingobernable: Encuentros y desencuentros con Elena Garro, publicado en el año 2000 por Hoja Casa Editorial (Raya en el Agua).

“Pareces morrito” le dicen en su tierra. “Eres un riflón” le gritan en alusión a su estatura, pero su apodo allá es justamente “El Rayo”, “El Rayito” desde su época de estudiante de periodismo: todos los días salía de la escuela “hecho la mocha”, volando para llegar a tiempo a trabajar en El Diario. Luis Enrique, debo decir, conquista a quien se le pone enfrente, ha desarrollado una capacidad extraordinaria para caer bien y darse a querer.

Para Luis Enrique Ramírez sus encuentros con Elena Garro fueron, más que entrevistas, tatuajes en su vida.

Prólogo, por Elena Poniatowska

El golpe del rayo

   Cuando Luis Enrique Ramírez me hizo partícipe de su deslumbramiento por Elena Garro, me vi en su espejo. Cuarenta años atrás sufrí similar arrobo. Él la conoció en Noviembre de 1991. Fue el coup de foudre, como dicen los franceses, el golpe del rayo. Quedó marcado por un estigma. Luis Enrique 28 años y Elena 75. Ella regresaba a México después de dos décadas de ausencia. Él venía de Culiacán donde la leyó casi niño y acto seguido, la empezó a buscar, obsesivo como es, por todas partes. Se empeñó en dar el cuarto testimonio sobre Mariana. “¿Quién es Elena Garro?”, pregunto en la Librería México –la única que existía entonces en su tierra– , en la biblioteca—una sola también–,en el grupo de teatro local, en el periódico, en la Universidad, en el taller literario, nada. Elena Garro era un nombre maldito. Anatemizada por la clase intelectual y por los estudiantes del movimiento de 1968, No se atrevió a regresar a su país hasta que  Emilio Carballido y la mujer de Rene Aviléz Fabila Rosario Casco, fueron por ella y por su hija Elena a Paris, enviados por José María Fernández Unsaín.

  Emilio Carballido siempre fue un amigo cercano de la Garro, su colega y confidente. Cuando fui con él a París a Les belles etrangeres en 1989 le dije que me encantaría visitar tanto a Elena Paz como a Elena mamá. Consultó y la respuesta fue tajante: no, Vivían en un departamento maravilloso en la rue de l’Ancienne Comédie, frente a otro que perteneció a Molière, muy cerca de un café también célebre: El Procope. Decorado en tonos marfil y beige, el duplex era un dechado de refinamiento y buen gusto según Bambi y Alberto Gironella que lo ocuparon en un viaje de las dos Elenas.

  Para Luis Enrique Ramírez sus encuentros con Elena Garro fueron, más que entrevistas, tatuajes en su vida. La escuchó embelesado, primero en casa de Davaki Garro y luego en el minúsculo departamento que habitó hasta su muerte en Cuernavaca, en una subidita cerca del Casino de la Selva. Deva vivía en su mundo, aislada de la realidad y le preguntó al reportero a boca de jarro: “¿Tu mamá  como se lleva con sus nietos?” Luis Enrique se desconcertó porque su mamá no tenía nietos y Deva ni la conocía.

Toda la vida me he preguntado por qué Elena Garro ejerció tan definitiva influencia en casi todo aquel que la conoció. Su impacto en los jóvenes que se le acercaron era brutal. Además,  la leyenda tejida en torno a ella resulta de una atracción formidable. Sin embargo, amigos no la buscaban y apenas si hablan de ella que, a su vez, parecía empeñada en alejarlos. A Elena Garro le gustaba vivir rodeada de jóvenes, siempre tenía sed de sangre nueva como Erszbeth Gatory, “la condesa sangrienta”.

Luis Enrique tenía todo para gustarle a Elena Garro. Alto (mide 1.86), muy delgado, muy callado y muy risueño, sabe escuchar. Se vuelve entrañable con su eterno aire de desamparo, sus ojos aniñados y su forma de ser también de niño, como un bebé ranchero. “Pareces morrito” le dicen en su tierra. “Eres un riflón” le gritan en alusión a su estatura, pero su apodo allá es justamente “El Rayo”, “El Rayito” desde su época de estudiante de periodismo: todos los días salía de la escuela “hecho la mocha”, volando para llegar a tiempo a trabajar en El Diario. Luis Enrique, debo decir, conquista a quien se le pone enfrente, ha desarrollado una capacidad extraordinaria para caer bien y darse a querer. Su encanto radica en una mezcla de abandono de sí mismo, de infancia no resuelta y de escepticismo, porque ni siquiera la publicación de un libro lo saca de su marasmo. No se cree ningún elogio pero vive pendiente de los agravios. Es un ser complejo y huidizo. Posee todas las cualidades que pueden gustarle a una mujer, a un hombre, a un perro o a un pescado, pero está solo. “No estoy solo, soy solo” corrige. Muchos han querido ponerle la mano encima y han fracasado. Luis Enrique escapa entre risas y viene a meterse a la bolsa de mi saco. Inútil decir que a mí, mamá-gallina confesa, también me ha vuelto mamá-canguro y nos la pasamos brinco y brinco. Reímos como si fuéramos felices.

En un texto titulado “Aquí, allá”,  escrito para presentar la antología literaria Sinaloa, Lengua de tierra que realizó Leo Eduardo Mendoza, Luis Enrique incluyó algunas líneas autobiográficas que considero pertinente reproducir:

“Soy Norteño de nación y a las pruebas me remito: de la ColPop, barrio de cholos y de boxeadores en el que vi surgir, adolescente, una figura extraña: un escritor, Elmer Mendoza, El Fili le decíamos porque su segundo nombre es Filemón, hijo mayor de doña Librada Valenzuela, a quien mi madre, doña Quena Ramos, suplicó:

“-Ay oiga, dígale al Fili que venga a ver a este plebe, porque cada día lo veo más raro. O salió escritor como él o está tumbado del burro.

“Hasta mi recámara acondicionada como universo personal llegó Elmer Mendoza y sonrió con indulgencia al leer mis poemas quinceañeros. La verdad, ni yo logro explicarme cómo don Heberto Sinagawa fue capaz de publicar en el suplemento dominical de El Sol aquella mi creación literaria de cuya factura da cuenta el primer título: “Soledad ¿siempre estarás conmigo?”. Todas las frases terminaban en “igo”. Eran como de Pita Amor cuando se le van las cabras. Me dijo el Fili que no, que por ahí no era la cosa, que chale, que suerte pa’ la próxima.

“Desistí del sueño guajiro de ser poeta y en 1980 me volví algo peor: periodista por obra y gracia de un taller en la Asociación de Periodistas de Sinaloa, la APS, que estaba frente a mi prepa, la Cervantes. El teacher Carlos Velázquez me consiguió empleo en El Diario, que quedaba junto, y luego cursé la licenciatura en la Escuela de Comunicación Social a la que sigo debiendo, entre otras cosas, algo así como 15 materias.

“Me vine a México en 1987. El desarraigo a que me obliga el altísimo costo del pasaje es compensado por la amistad de los “paisas” y su gran consuelo. Aquí uno siempre está solo, es cierto, y allá puede que no; ser escritor en Sinaloa, sin embargo, es de a tiro complicado, Hace una década, casi imposible. O sea que está de la chingada”.

En México, a Luis Enrique Ramírez no le resultó difícil entrar a El Financiero y más tarde a La Jornada; ha estado también en El Nacional y en El Universal y ahora se encuentra en la formidable revista Milenio. Ha hecho suya la ciudad de México, aunque le apasiona hablar de su tierra:

“Un mínimo reducto de los Mayos recuerda a los sinaloenses que por muy güeros de rancho o por muy grandotes que sean algo tienen de indios. El resto de las tribus originales de la zona, cuentan los cronistas, fueron abatidas por rebeldes, por tercas y sobre todo por orgullosas. La figura de Nuño de Guzmán, el más sanguinario de los colonizadores, marcó en Sinaloa el inicio de una forma singular de la escritura impuesta por Castilla”.

“Si la historia de México ha debido ser documentada por sajones, Sinaloa ni siquiera ha merecido el interés extranjero durante estos cinco siglos. La miopía centralista, por otro lado, reduce a fenómenos municipales libros históricos tan importantes como los de Heberto Sinagawa, Héctor R. Olea, Antonio Pineda, Antonio Nakayama, Alejandro Hernández Tyler, José C. Valadés. La misma ingratitud han padecido los reportajes sobre historia culichi de María Teresa Zazueta, matriarca de las nuevas generaciones de periodistas en la entidad que, como ella en los inicios del Noroeste (los mejores tiempos de aquel diario, y cuando fue dirigido por Silvino Silva Lozano) se empeñan hoy en el registro de esta tierra brava o bronca o bárbara según José Vasconcelos cuando Sentenció: “La barbarie comienza con el olor de la carne asada”. Algo así debió pensar Nuño de Guzmán hace cerca de 500 años, cuando construyó bajo la ciudad de San Miguel de Culiacán extensos túneles que confluyen en el cerro de La Divisa. Así logró evadir los ataques de los combativos indígenas de la región cuyo genocidio requirió cientos de años; fue el presidente Porfirio Díaz quien les dio el tiro de gracia  a principios de este siglo”.

Le fascina también su lenguaje nativo. “Allá en los Mochis los plebes bichis juegan a las catotas con las cuachas de los tochis, solemos decir los sinaloenses para impresionar a los chilangos”, me cuenta, pero yo sí necesito traducción, y eso quiere decir que en la ciudad de Los Mochis los niños desnudos juegan a las canicas con las caquitas de las codornices. Dicen también: “Ando colti porque la cuilta me quedó boschi”, que significa “traigo tortícolis porque la cobija  me quedó corta”. Me gusta otra frase que usa mucho: “Eres cabrón y te levantas tarde”, que podría ser aplicada a él mismo; dice que duerme en un sarcófago y que es “guampiro”.

El párrafo final del texto citado puede aclararnos muchas cosas “acerca de la naturaleza del sinaloense, de este modo de decir las cosas que tenemos y que espanta de pronto a quienes suelen cubrir todo de una falsa suavidad, de hipocresía. Que hablamos a gritos, dicen, pero es que en el valle hay que hablar recio; de lo contrario, las palabras se las lleva el viento, los aironazos, los ciclones. No podemos hablar quedito. Ahora que es la hora de cambiar, de recuperar la dignidad  y de fajarnos, tal vez sería bueno que todos en este país comenzáramos hablar derecho y alto, subirle de volumen, gritar. Así como allá. Como verdaderos hombres, como verdaderas mujeres”.

Encuentro en Elena Garro mucho del ser norteño y grandes afinidades con Luis Enrique Ramírez. Alta, rubia, de larguísimas piernas, bragada, valiente, francota, atrabancada, entrona, oscilante entre los extremos de la indignación y la piedad, la valentía y el miedo, con ese coraje como signo de vida tan propio de la gente del norte, la define a la perfección el título de este libro, La ingobernable. Luis Enrique es otro ingobernable. Me gusta la gente así. En Elena y Luis Enrique, sin embargo, lamento que este rasgo de carácter tenga que ver con la autodestrucción, la pérdida, la desolación, el vacío que ambos han intentado llenar al rodearse de gatos. A los de Elena Garro no los conocí y creo que hasta ella perdió la cuenta de cuantos eran. Los de Luis Enrique son 7, que según él es número de buena suerte, y han llegado solitos. “Ellos me eligieron”, asegura, rodeado por ellos en su casa de muchacho soltero para siempre jamás.

A todos se los mandó castrar Carlos Monsiváis que, tratándose de gatos, es de lo más generoso: los internó a su cuenta en un hospital veterinario exclusivísimo, algo así como el “Humana” de los gatos, donde les hicieron radiografías, ultrasonidos, scanner, electrocardiogramas, pruebas de embarazo, papanicolau, alineación y balanceo, tomas de sangre, de orina y copro, los anestesiaron, los mantuvieron tres días en sala de recuperación con una enfermera a un lado, su “pato” y su catéter, les dieron apoyo psicológico y un curso de urbanidad y protocolo y se los devolvieron a Luis Enrique luego de pasar por la dietista –estaban gordísimos-, el cosmetólogo y el estilista. A “Manzanita”, la menor y la única güerita del clan, casi no la reconocía porque el cirujano plástico le corrigió el labio leporino y le aumentó el derriere. En agradecimiento, Luis Enrique bautizó a la mayor con el segundo nombre de Monsiváis: Pascual. “La madamcita Pascuala”, se llama la gata que es preciosa y tiene la peculiaridad de ser mudita. Hay una belleza negra que llegó embarazada, tuvo 4 hijos y se llama “La 10 de Mayo”. Sus retoños son “El Caballito” (el más guapo de todos), “El General” (que tiene un bigotito de Chaplin), “Juanita” (la loca) y “Dita” (alias “La Chupacabras”; para unir nombre y apodo, a veces le dice “La Chupadita”). Con Luis Enrique como jefe del hogar, forman una familia y viven, dice él, “en la calle de los excusados”: División del Norte, donde hay cientos de tiendas de enseres para baño.

¿De dónde vendrá el amor de Elena y Luis Enrique por los gatos? Tienen, los dos, mucho de felinos: misteriosos, arrogantes, ensimismados, impenetrables, curiosos y a la vez ausentes, desconcertantes. Además ambos odian a los feos, a los gordos y los chaparros, a los vulgares y para calificarlos siempre recurren a la palabra “repugnante”. Aunque Luis Enrique no es nada despectivo, admira en otros la soberbia, la altanería y desplantes tales como los de Elena Garro. “Es mamón, pero le queda”, suele decir de ciertos personajes que ha conocido en la farándula y en las elites políticas y culturales.

Su reino no es de este mundo. Elena y Luis Enrique comparten un universo que poco tiene que ver con la realidad y mucho con sus fantasías. Paranoicos, Elena vivió creyendo que la perseguían y Luis Enrique jura que el mundo entero lo odia. Yo creo que ni a Elena la perseguían  ni a Luis Enrique lo odian, o de plano la loca soy yo. Cuando  Elena se convencía de  que nadie venia tras ella y la sombra que vio fue imaginaria se quería morir de la frustración, y Luis Enrique pone cara de “fuchi” cuando el supuesto enemigo se le echa encima a besos. “Es que es hipócrita”, dice acto seguido.

Ambos compartieron, también, como signo supremo, su fascinación por la belleza. En Luis Enrique es casi un fenómeno mimetismo, se transforma frente a ello que le llena los ojos, lo hipnotiza y su afán siempre será más contemplativo que de posesión. A Elena la vi alelada frente a la impotente Marlene Dietrich, y sin embargo a mi Elena me parecía más hermosa que la diva alemana y hasta le sugerí asegurara sus piernas  en no sé cuántos millones por que Antonio Peláez me contó que Marlene lo hizo en el Morgan Guaranty Trust en Nueva York. Al ver a la Dietrich cuajada en diamantes, me parecía quien que debía lucirlos era Elena (por cierto una vez le oí decir que antes los políticos le daban diamantes a sus amantes y ahora les daban un puesto en el gobierno).

Conocí a Elena garro en 1954. Con su voz delgadita parecía no romper un plato, hablaba entre murmullos y uno aguzaba el oído seguro de la sorpresa inminente. En cambio su risa, franca, abierta, fuerte como sus dientes blanquísimos, era irrupción de alegría. Siempre que llegue, primero a su departamento de Nuevo León y luego a su casa de Alencastre en las Lomas, la encontré sentada en la alfombra. No usaba otro color en su ropa que el beige, a veces también el amarillo y el ocre. “Me gustan los colores del sol”, Tomaba café, discutía con Octavio Paz, miraba con peculiar gesto de extrañeza a su hija Helena, “la Chatita”, que tenía el cabello corto  y castaño, era alta  y delgada como su madre. Se parecía más a Octavio, pero emanaba por todos los poros el deseo de parecerse a Elena. Hechizada por su madre, la niña recogió sus palabras casi con ansiedad y le decía cada tanto: “Eres la mejor escritora del mundo”, “Quiero ser grande para ser como tú”. Elena no tomaba en serio sus jaculatorias y seguía con el libro de su pensamiento.

El mismo mal de “la chata” lo padecíamos Juan de la Cabada, Juan Martín, Jorge Portilla, Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Ana María y Ramón Xirau, Juan Soriano, Juan Soriano, Diego de Mesa y yo. Portilla se atormentaba, le rendía pleitesía. Creo que se enamoró perdido, todo él era para ella, Elena, ni en cuenta; de vez en cuando le echaba una mirada irónica. Ella era la de la palabra. Octavio Paz reía, le festejaba sus ocurrencias pero atajaba de pronto su avalancha de frases lapidarias: “No Elena, eso no es cierto”. Entonces, un relámpago de rabia oscurecía los ojos de azúcar quemada de su mujer. En general, los ojos de Elena eran confinados, chispeantes, burlones, los de él azules, más dispuesto a la entrega, a la indulgencia. En aquellos años pensé que Octavio era demasiado tolerante. Aseguraba a Elena que todo cuanto escribía, así sobre las rodillas y en medio del barullo  era extraordinario. Nunca he visto a un ser humano estimular tanto a otro.

En el suelo, entre café y café, tenía lugar los juegos de mesa que le divertían a Octavio, las charadas, las adivinanzas, los juegos de adolescentes. Alguna vez le pregunte a Elena: ¿Qué es la belleza? “Un misterio”, respondió y yo resolví que ese misterio era ella. No ha dejado de serlo. No volví a verla personalmente desde 1965 hasta su muerte, pero siempre estuve pendiente de ella y de su obra (he visto Un hogar sólido en sus nuevos montajes y me ha seducido tanto como la primera vez).

La ingobernable. El ingobernable. En los grupos de Alcohólicos Anónimos, de Narcóticos Anónimos, Comedores Compulsivos, quienes no se atreven a presentarse del modo en que exige de acuerdo como los famosos 12 pasos de este tipo de terapias (“Me llamo Fulano y soy alcohólico”, “ Me llamo zutano y soy drogadicto”, Me llamo Mengano y soy un tragón”) pueden decir sencillamente: “soy ingobernable”. Si, la ingobernabilidad suele tener que ver con la auto destrucción. A veces pienso que no más x caprichoso obedecen el buen concepto. Elena escribió en uno de sus últimos libros, Primer amor  (publicado por Castillo en monterrey junto con otra novela corta, Busca mi esquela), acerca de una mujer muy parecida a ella llamada Bárbara: Nunca la había gustado que le dieran ordenes, y mucho menos ordenes que contrariaran sus deseos o principios”.

Todo ser que enfrenta problemas hacia la figura de autoridad es, necesaria mente un condenado.

Elena dijo una vez que extrañaba a Octavio Paz porque ya no tenía con quien hablar. Durante los días en que Luis Enrique Ramírez se quedó a vivir en Cuernavaca en un modestísimo hotel que el pagaba de su propio bolsillo –prendía la luz y se abría la llave del agua, abría el cajón y se caía la cama, el escusado era una fosa séptica y se bañaba en jicarazos– , Elena Garro tuvo la suerte de encontrarse con un interlocutor verdadero, un joven como lámpara votiva que habría hecho todo por ella. Cuando lo conocí me quiso dar un sablazo por que andaba “boteando” para Elena quien le aseguro estaba en la vil miseria. Margo Su se compadeció creo que más de él que de Elena y le ayudo a “botear” aunque nunca se dio una vuelta por el cajero automático. Monsiváis les paro el alto: “No saben en lo que se están metiendo”.

Me conmovió su entrega. A leguas se veía que no tenía un centavo y sin embargo repetía: “Tengo que llamarle a Paris para  saber cómo sigue, se enferma la pobre” Se gastaba la pobre su dinero en conferencias. El recibo telefónico llegaba por el doble del pago de su recibo en El Financiero. Por esa época la releyó con compulsión, devoraba sus libros, todo lo remetía a la persona de Elena Garro, a su vida, a sus escritores y aseguraba convivir con fantasmas: los  de Elena. No ha logrado vencer el sortilegio y todavía hoy, después de muerta, Elena Garro ejerce sobre él una fuerza magnética. “Así son los Sagitario”,  me informa Luis Enrique que es Acuario y que, cuando quiere evitarse problemas, se lo explica todo de acuerdo a los astros. Inevitablemente viene a mí el recuerdo de Juan de la Cabada, tan alto y atractivo, que seguía a Elena como perro de aguas por las calles de la ciudad y, si alguien se le acercaba le ladraba.

Si he conocido una mujer fascinante, esa ha sido Elena Garro. Durante el tiempo que conviví con ella, me tendió la mano al grado de conocer un día el forro de satín blanco para el libro de primera comunión de mi hermanito Jan. Me lo quito de las manos para terminarlo. Guardo ese librito como he guardado la memoria de aquellos años que ahora revive Luis Enrique Ramírez con sus entrevistas, el ensayo y la amplia semblanza que escribió para conformar La ingobernable. Luis Enrique rescata todo lo que rodeo a Elena Garro y la vuelve apasionante: la polémica, las contradicciones, la perfidia, la mentira, la genialidad, el masoquismo, la fe, el misticismo, la imaginación, la magia. Con su amplia información  y su buena factura, este libro será clave para todos los estudiosos de la vida, de la obra, del fenómeno de Elena Garro.

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