Permítanme empezar este comentario con una pregunta abierta: ¿Qué sentido tiene profanar al símbolo de la grandeza que pregona el pueblo mazatleco a cambio de un entretenimiento mundano de muy relativo alcance turístico?
Para los orgullosos mazatlecos, la Isla y luego Cerro del Crestón es lo que para los japoneses son las sagradas montañas de Dewa o del Narayama. Los nativos mazatlecos tienen para presumir dos motivos esplendorosos: el faro más alto del mundo y su orgullo, tan majestuoso uno como el otro.
El bautismo mismo del Crestón muestra la importancia del ícono: “Crestón es la parte superior de un filón o masa de rocas que sobresale en la superficie de un cerro o montaña como vigilante de las ciudades”.
Este impresionante promontorio no solo es parte del paisaje natural y de la historia del puerto sinaloense sino que además ha contribuido a su florecimiento y relevancia. Es patrimonio biocultural e histórico que define la idiosincrasia de la mazatlecaneidad. Además de su magnificencia, protege a la ciudad de embates oceánicos severos, vientos y oleajes catastróficos y, aún más, es eficaz pararayos durante tormentas eléctricas.
Pero también es hogar de la paloma alas blancas, del saltapared sinaloense, del pinzón mexicano, del pájaro de las cuatrocientas voces, el centzontle norteño, y del colibrí pico ancho. Por su cielo vuelan las fragatas tijereta, zopilotes y parvadas de pelícanos californianos. Las águilas, gavilanes y otras aves rapaces merodean tras sus presas, como el fantástico halcón peregrino que vuela a más de 300 km/h en una vertiginosa picada de caza, milagro natural que puede observarse durante las tardes en la cima del cerro. La destrucción de sus hábitats por la presencia humana masiva las pondría al borde de la extinción. ¿Vale la pena el ecocidio?
El magnetismo de su vientre de azules-verdes-cafés-negros tornasoles atrae a quienes se ahogan en la víspera, llevados por las corrientes marinas a su útero que resguarda a todos los muertos del mar.
No es el anhelado Narayama japonés, cementerio natural a donde los hijos deben llevar a sus padres para que mueran en paz entre sus ancestros. Pero el nuestro inspira a los veteranos pelícanos californianos que no pueden volar o pescar para trepar a la cima con el último aliento y precipitarse en picada suicida para estrellarse contra las rocas que apresuran una muerte digna.
En mi libro más reciente, A Confesión de Parte, dejé por escrito mi deseo para que mis cenizas sean esparcidas desde la cúspide del Crestón y los furiosos vientos mistrales del suroeste las esparzan en el océano Pacífico, mientras las fragatas y halcones hacen piruetas en el horizonte y a contra luz del rayo verde. Aunque suena muy seductor, no me termina de convencer la posibilidad de que alguno de mis hijos las esparza mientras se desliza temerariamente por una tirolesa entre los cerros del Vigia y Crestón, centinelas inmarcesibles.
No encuentro algún sentido para profanar este santuario social y natural, considerado patrimonio el paisaje, que justifica existencialmente al gran orgullo de ser de Mazatlán, asi algunos empresarios visionarios quieran llevar al puerto a los niveles de Hong Kong cuya tirolesa es inspiración para quienes creen que una atracción de este nivel arrimará a turistas europeos o asiáticos de alto poder adquisitivo que sustituyan a las hordas salvajes que están por invadirnos otra vez con la depredadora Semana de la Moto durante 3 días infernales de sexo, alcohol, drogas, rocanrol y excesos públicos.
Queda muy claro que el anhelo de mejorar la calidad turística no lo conseguirá una tirolesa que atropelle al símbolo mayor que el pueblo mazatleco no se cansa de presumir y nos robe el placer de contemplar el prodigio de la naturaleza.
Saludos cordiales
Mario Martini