Por Horacio de Jesús Malcampo Moreno
Cada año, la Organización de las Naciones Unidas publica el Informe Mundial de la Felicidad, un análisis estadístico que intenta medir y comparar los niveles de bienestar en distintas naciones. Se basa en indicadores como el PIB per cápita, la esperanza de vida saludable, el apoyo social, las libertades individuales, la generosidad y la percepción de corrupción. Pero, ¿son suficientes estos parámetros para calibrar algo tan profundo y subjetivo como la felicidad humana?
En las últimas décadas, países desarrollados como Estados Unidos y Japón han experimentado impresionantes aumentos en su riqueza material. Sin embargo, sus niveles de felicidad reportada se han estancado. Esta aparente contradicción entre progreso económico y bienestar subjetivo es conocida como la “paradoja de la felicidad”.
Estudios como los del economista Richard Easterlin demuestran que, efectivamente, el ingreso solo está correlacionado con la felicidad hasta un cierto umbral en el que se satisfacen las necesidades básicas. Más allá de ese punto, mayores ingresos no necesariamente implican más satisfacción con la vida. En definitiva, la riqueza material por sí sola no basta para sentirnos plenos.
Entonces, ¿qué elementos sí importan para la verdadera felicidad? Diversas investigaciones sugieren que las principales fuentes de bienestar subjetivo son: 1) Tener buenas relaciones familiares y sociales, 2) Un empleo gratificante, 3) Ingresos suficientes para una vida digna, 4) Sentido de pertenencia comunitaria y 5) Libertad para tomar las decisiones importantes en la vida.
Otros factores relevantes incluyen el contacto con la naturaleza, entornos sostenibles, igualdad de oportunidades, bajos niveles de delincuencia y corrupción, y perspectivas filosóficas orientadas al equilibrio personal y colectivo como la noción del “buen vivir” latinoamericano.
Resulta fundamental no perder de vista que la felicidad es un concepto multidimensional, moldeado por las circunstancias históricas, tradiciones y sistemas de valores imperantes en cada sociedad. Lo que para algunas culturas colectivistas como las asiáticas puede ser visto como felicidad (armonía grupal, devoción al deber), en las individualistas occidentales podría interpretarse como infelicidad.
Por ello, quizá los fríos números y estadísticas nunca alcancen a aprehender del todo esta noción etérea y personal que es la felicidad. Lo que sí parece claro es que vamos mucho más allá de nuestras cuentas bancarias. El verdadero desarrollo humano descansa en un delicado equilibrio entre lo material y lo trascendental, lo individual y lo comunitario, lo objetivo y lo subjetivo. Un desafío apasionante al que cada pueblo, y cada ser humano, deberá encontrar su propia respuesta.
Una de las concepciones más extendidas, pero a la vez más limitadas, de la felicidad es la hedonista. Ésta la reduce a la mera búsqueda del placer y la gratificación sensorial a corto plazo. Se trata de una visión miope, que confunde la satisfacción pasajera con el auténtico bienestar perdurable.
Ejemplos de este paradigma hedonista abundan en la sociedad actual de consumo: la publicidad que promete felicidad a través de la adquisición de bienes materiales, los influencers que exhiben una vida de placeres superficiales, todo un culto al disfrute efímero y egocéntrico.
Sin embargo, como bien apuntó el psicólogo humanista Abraham Maslow en su célebre teoría de la motivación humana, las necesidades más elevadas del ser humano van mucho más allá de lo fisiológico y lo material.
Es lo que Maslow denominaba “necesidades de desarrollo”: realización personal, trascendencia, conexión con valores y causas superiores.
De ahí la importancia de una educación integral que, además de conocimientos académicos, dote a las nuevas generaciones de herramientas para el desarrollo pleno como individuos y como parte de una comunidad. Habilidades clave serían:
- Cultivar la resiliencia ante las adversidades y el sufrimiento inherente a la vida. La felicidad no es la ausencia de problemas, sino la fortaleza para enfrentarlos.
- Desarrollar una ética de vida basada en valores como la solidaridad, la reciprocidad, la compasión y el respeto al entorno natural. Bienes inmateriales pero esenciales.
- Fomentar el pensamiento crítico para cuestionar los mensajes consumistas que prometen una felicidad prefabricada. Aprender a discernir las auténticas fuentes de bienestar.
- Entrenarse en prácticas milenarias como la meditación, el yoga o la contemplación de la naturaleza para conectar con las dimensiones más profundas del ser.
Sólo así, construyendo desde las bases una nueva generación con una visión plena de la felicidad, podremos transitar hacia sociedades más equilibradas, resilientes y verdaderamente realizadas en todo sentido. Lejos del espejismo del hedonismo superficial.